El Pasojosé marzoEn el umbral de una revolución culturalLa segunda mitad del siglo XX ha sido, en el terreno de las ideas políticas, el de la maximización del conflicto entre los principios de la libertad y la igualdad, que se han considerado opuestos y excluyentes. En un extremo, el liberalismo, y en el otro, el comunismo. La jugada maestra, e hipócrita, del liberalismo político fue el diseño de la democracia liberal, donde el principio de la igualdad era, en el mejor de los casos, subsidiario de la libertad. Sorprendente contradicción si se piensa que la igualdad es, históricamente, el fundamento de la democracia, ya desde los griegos. Con un carácter lógico, la revitalización de la democracia pasará necesariamente por una reivindicación de la igualdad. Ahora bien, ¿qué es la igualdad? Planteada esta pregunta desde un escenario a un auditorio diverso, nos encontraríamos con múltiples respuestas: la igualdad de oportunidades, de sexos, de razas, la igualdad en la distribución de la renta, la igualdad en la distribución del poder, la igualdad ante la ley... Todas ellas son válidas, y equivalentes entre sí, es decir, que ninguna vale más que la otra. El error de la democracia histórica, sin embargo, fue querer imponer sucesivamente una de estas interpretaciones, despreciando las demás. Cuenta Chamfort que en la época del Terror que siguió a la revolución francesa, un ciudadano asaltaba a sus iguales diciendo: Sé mi hermano o te mato... Nos encontramos, pues, con múltiples respuestas. Pero, ¿cómo ha sido posible esta diversidad de opiniones? Para contestarla, debemos recurrir de nuevo al principio de la libertad. ¿Sería posible decir que cada miembro del auditorio ha respondido libremente? No del todo, pero sí en parte. Ha ejercido su margen de libertad de pensamiento relativo, libertad respecto del pensamiento de los demás, y se ha hecho oír por el resto del auditorio. Otro detalle sorprendente: su respuesta no hubiera tenido lugar si todos y cada uno de los miembros no se reconocieran como iguales para responder. Pero aún hay más: algunas personas son más inteligentes o tienen más formación o más fuerza, otras más talento, un carácter más apocado o más atrevido, o más taimado y oportunista; muchas prefieren asentir y dar su conformidad a quien ha expresado una opinión con la cual se identifican. Se crean grupos de opinión y de presión, se levantan nuevos escenarios, se remodelan, se derriban, otros los sustituyen, diversas personas se suceden en los puestos más destacados, otras se mantienen al margen de la discusión. El juego se transforma y, sin embargo, tiene unas reglas precisas: nadie puede detentar una tribuna sin ser contestado y todos pueden luchar por organizarse, por hacer oír su voz y defender sus criterios: puesto que todos se reconocen iguales y libres. Este modelo, imperfecto y siempre cambiante, radicaliza la democracia: es un proceso que nunca se acaba, pero que nunca se detiene. En las próximas décadas surgirán voces que proclamarán haber dado con la solución: ¡Eureka, ya sé qué son la libertad y la igualdad! Y pretenderán convencernos a todos de que detentan la razón. Esgrimirán, sucesivamente, argumentos divinos, metafísicos, históricos, legales, o una simple constatación de la realidad. De la libertad y de la igualdad hay que destacar varios rasgos: la libertad está atada a la imaginación, y de la igualdad pende como de un hilo de seda la sociabilidad. Libres en cuanto capaces de imaginar opciones, iguales en cuanto miembros de la sociedad. Su carácter es, en este sentido, afirmativo. Pero en otro es negativo: somos libres respecto de algo o de alguien, nunca del todo, e iguales respecto de quien, ya cansado, pretende preservar su posición no por méritos propios, sino negando la potencia del resto. Ilustraciones: Patxi Eribe |
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