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Aquellos chalados en sus locos cacharros
guillermo unzetabarrenetxea
Nunca había formado parte de una carrera de las que se llaman de aventura, y mi estreno fueron cuatrocientos ciclistas recorriendo 125 km. por los Monegros con ese vago aire de insectos que tienen con sus colorines y sus cascos como élitros y la cantidad de codos y rodillas y antenas dignas de los artrópodos que sugiere la combinación de cuerpos y bicis. Y mi primer descubrimiento fue que a una carrera así no se asiste: es un maremagnum que se derrama por todo el territorio por el que discurre, y aunque sólo pasaras por allí entras a formar parte de ella.
Actividades insólitas o demenciales en un contexto cotidiano resultan tener una lógica impepinable en ese microcosmos. Algo tan sencillo como el agua. ¿cuánta agua pueden necesitar cuatrocientos pedaleadores en 125 km de secarral? No tengo ni la menor idea, pero muchas toneladas. Y un enjambre de personas debe descargar y volver a cargar y volver a descargar cajas y más cajas de agua en diversos lugares incómodamente lejanos, con el frenesí de un hormiguero antes de una tormenta. Concejales llevando bocadillos de aquí para allá, miembros de la organización exprimiendo teléfonos móviles, voluntarios de la Cruz Roja echando una mano con las pancartas, lugareños abriendo carrera en bici para avisar a la guardia civil, voluntarios apuntando dorsales en los controles de paso, todoterrenos zumbando en todas direcciones llevando noticias, o retirados, o comida, familias que se apostan a ver pasar la carrera a muchos kilómetros del último asfalto conocido.
Y los corredores, claro. Participantes despistados a los que hay que explicar casi hasta su nombre junto a profesionales curtidos que miran de reojo a sus rivales más peligrosos, bicicletas de la Guerra de las Galaxias y cascajos de desguace, Claudio Chiappucci dejándose acariciar el ego por los tributos a su celebridad y cinco amigos del mismo club ciclista que salieron juntos, corrieron juntos y llegaron juntos, y seguro que cenaron juntos y se volvieron juntos. Y la hecatombe del cierzo.
El cierzo es un ventarrón gélido e impetuoso que debe originarse, supongo, en alguno de los cabreos monumentales del océano Atlántico. Coge carrerilla en las llanuras del sur de Francia, salta sobre los Pirineos recogiendo el frío purísimo que se encuentra entre las montañas nevadas y las estrellas, y se abalanza sobre el valle del Ebro dispuesto a acuchillar a cualquier ser vivo que encuentre a su paso. Uno espera semejante frío en invierno, pero en mayo fue una traición. El esfuerzo de los ciclistas se multiplicó por cuatro, obligando a casi la mitad a la retirada por agotamiento. Y entonces fue cuando lo empezaron a pasar mal de verdad: vestidos con ropas livianas para sudar bajo el sol, se vieron tirados bajo el cierzo con el sudor helado, condenados a esperar horas y horas hasta que pudieran ser recogidos. Los más afortunados encontraron una ermita, una cabaña de pastor, un pueblo. A los más desgraciados la noche se les echó encima en algún control de paso sin más abrigo que algunos arbustos despeinados. Pero así y todo, más de la mitad terminaron.
El primero llegó a las ocho, ganando por poco al crepúsculo. El último, a las siete de la mañana. No sé si se debe admirar su entereza o compadecer su locura, pero en pocas situaciones podrá encontrarse semejante derroche de tesón y resistencia. Y además estaba el poeta de las estepas. Uno de los participantes se dedicó no a competir, sino a pasear: se fue deteniendo para decorar su bici con ramitas de romero, su casco con florecillas silvestres, paraba en los pueblos a tomarse carajillos en los bares para combatir el frío. Llegó a las dos de la madrugada con la única sonrisa plácida que se vió en todo el día.
No sé quién ganó, ni me importa. Nadie se aburrió ni un minuto. La próxima no me la pierdo.
los interesados en carreras de aventura podeis visitar
http://www.euskalnet.net/extremsport
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