Julio 2001

Desde dentro

mari carmen imedio
La mediocridad es mágica
Nada es porque sí

Todo tiene un motivo que lo hace ser como es. Por eso, en momentos de lucidez intuyo que intervenimos en cuanto sucede más de lo que creemos. Sin embargo, hay realidades aparentemente inexplicables.

La magia, una de ellas. La hemos inventado nosotros, unos la hacen y todos la contemplamos. Nos atrae por su falta de lógica. Nos aparta de la ciencia y de la matemática, porque un sombrero de copa que no tiene nada dentro no siempre está vacío. Y los magos consiguen lo nunca visto: dejarnos boquiabiertos. Los demás miramos y nos convertimos en investigadores cuando intentamos descubrir el truco. “A ver si lo sé, a ver si adivino cómo desaparece la carta de su mano izquierda y aparece luego en la mía”. Al querer revelar el misterio sin cálculos ni cábalas que valgan, buscamos eliminar el elemento de incógnita que la magia nos propone.

¿Por qué no dejarlo así, disfrutando de lo que consideramos imposible? Hay quien vive de certezas, absolutos, números que cuadran.

Otros generamos cierta irracionalidad en forma de lo que llamo instinto de supervivencia. No lo vemos; lo sentimos cuando algo lo hace aparecer de repente. Es una energía difícil de desentrañar que permanece oculta si no la necesitamos y sale a la superficie en situaciones de peligro.

Claro que tocar fondo no significa estancarse; hundirse no es estar ya hundido; es sentir que uno comienza a asfixiarse, a entrar en callejones sin salida. A pesar de tantas realidades intolerables como conocemos, decimos estar muy a gusto, pero nos cuesta reconocer que lo que nos rodea no es perfecto. Y pocas veces utilizamos nuestro propio motor para emplearnos al mil, al cien por cien; pensamos que nada justifica ese esfuerzo. Nos decimos a nosotros mismos que las cosas funcionan, que no pueden ser de otra forma, y pretendemos tenerlo todo bajo control. No admitimos que variable alguna nos haga errar en lo que hacemos. De ahí que mantengamos una única dirección y nos preocupemos por que el depósito esté siempre lleno, para no tener que movernos, y bajar, y luego subir, y volver a bajar, y volver a subir; también en esto somos mediocres. Nada de situaciones imprevistas, ni en lo bueno ni en lo malo. “¡Ja ja, ahora vas a ver!”, nos grita la vida. En lo profundo del agujero es donde percibimos ese yo encendido. Nuestra bombilla irrumpe en escena cuando apenas tenemos fuerzas de reserva. Su magia nos obliga a ser activos. La matemática resulta vencedora al aceptar sin más cuanto el destino o los demás quieran hacer con nosotros; y es vencida por el instinto, que nos invita a volar y a vomitar la dejadez que nos invade.

Si de sobrevivir se trata, a veces saborear el cielo al máximo supone palpar primero el infierno.

La luz se alimenta de intensidades positivas; de algunas negativas absorbemos nosotros savia vital. Dosificamos el ímpetu que sacude nuestro interior porque, si pisamos el acelerador, nos quedamos sin fuelle; yendo al mismo ritmo tendremos aire en los pulmones hasta el fin de los tiempos, sospechamos. En el exterior, la intensidad supone riesgos que correr y valor después de dar algún que otro salto al vacío; potencia los sentidos y los sentimientos; y nos reta a mover un dedo más que a dejarlo quieto ante lo que no nos espolea porque tampoco penetra en nosotros. No somos magos. Insistimos en imitar a los científicos matemáticos, pero sabemos hacer magia. En eso consiste la supervivencia. La confianza a muerte en el ser humano sólo es una de sus especialidades.

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