Febrero 2001

Cartas del Norte

josé luis garcía
La secta

Tengo un conocido, que recientemente publicó un artículo en un diario nacional en el que se sentía parte integrante junto a otros insignes colegas de una peculiar secta que se hacía llamar a sí misma como la de los congetianos, entendiendo por tales a los admiradores de José María Conget, según Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores menos difundidos pero más interesantes, lo que se puede interpretar el que con el tiempo se convierta en un autor de culto. Yo, que ni conocía ni había leído a José María Conget, no pude por menos que mostrar mi sorpresa y extrañeza por la confluencia en apenas siete días de dos recomendaciones de dicho autor y ambas abvaladas por dos de los más prometedores narradores de nuestra literatura. Pero cuaál sería mi sorpresa cuando leyendo Una cita con Borges del propio Conget, recientemente editado por Renacimiento, me encuentro con uno de sus pasajes titulado El final de una secta, en el que aludía a los mismos principio que llevaron a su admirador articulista a declararse congetiano. Se sentía José María Conget en esta ocasión ferviente admirador de Augusto Monteroso, y culminaba su tránsito por el capítulo reivindicando la existencia de la secta de los monterresinos al margen de premios y oropelaes. ¿Quiere esto decir que existió plagio de su admirador literario? Pudiera pensarse que sí, y en un primer momento así lo interpreté y se lo hice saber a mis allegados. Pero reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que el plagio no existió maás allá de la simple confluencia de una actitud vital a la hora de afrontar una vivencia. Bonilla, que no es otro que el autor del artículo sobre Los Congetianos publicado en su sección semanal Las afueras, no hizo sino homenajear a quien de alguna forma consideraba como su maestro, si se me permite la expresión. ¿Y existe mejor manera de hacerlo que utilizando sus propias reflexiones?

Todos de alguna manera nos sentimos partícipes de alguna secta, no en vano la asunción de los postulados de un pensador, filósofo o escritor pasa, además de por asumir como propios los mismos, por sentirnos cómplices con los demás de dicha forma de entender la vida, y, por qué no, la muerte. Sirve esto para ilustrar, tanto la anécdota de Bonilla como la del propio Conget a quien estoy descubriendo lenta pero satisfactoriamente, para incitar desde estas páginas a mi propia secta, que seguro que existirá. La de los seguidores de Saramago, el insigne Nóobel, y uno de los escritores más denostados por unos y más admirados por otros. José Saramago ha sabido desde su voluntario exilio, no el físico en Lanzarote, sino el interior, aqueél al que deberíamos de regresar todos de vez en cuando para reflexionar sobre nuestra propia existencia, aglutinar y remover las conciencias de quienes le escuchamos y leemos. Porque La caverna no es sólo una novela: es La Novela, ahora que está tan de moda hablar del partido del siglo, la madre de todas las guerras o el concierto que nunca se habrá de repetir. La caverna es La Novela porque aúna entre sus páginas, además de la facultad de contar, y bien, por cierto, la de formar, algo que se echa en falta en los escritores de este fin de siglo/milenio, excesivamente preocupados y enfrascados en batallas e intrigas palaciegas que poco o nada aportan al debate humano que debería de servirse desde las páginas de los diarios, y a la literatura en general. La particular batalla de Cipriano Algor contra el kafkiano y desconsolado Centro Comercial, paradigma productivo del Pensamiento Único, y la peculiar interpretación del mito de la caverna platónico, siempre es bueno rememorarlo ahora que los años de facultad comienzan a pesar en exceso, nos retrotraen a un tiempo que posiblemente ni fue mejor ni peor que el presente, pero cuando menos diferente, y sólo por eso susceptible de ser criticado. Porque sólo desde la educación en valores, que con el tiempo nos permitirá censurar con justicia lo que vemos, nos convertiremos en hombres libres.

Es posible, como algunos pretenden demostrar, que la tremenda equivocación de Saramago parta de que no ha sabido interpretar que los Centros Comerciales actuales son las ágoras de la antigüedad, las plazas en las que el pueblo se reunía a departir con sus vecinos. Es posible. Como también que Bonilla nunca tuviera la tentación de plagiar una idea o una frase de José María Conget. Es posible. Pero, como todo en la vida, siempre se estaría sujeto a interpretaciones. Y sinceramente, yo prefiero nadar contra la corriente, equivocarme cien veces y sentirme un hombre libre, que no nadar con la corriente a favor y no equivocarme nunca. Porque con la corriente sólo nadan los mediocres.

home | e-mail | literatura | arte | música | arquitectura | opinión | creación | enlaces | libro por capítulos | suscríbete | consejo de redacción | números anteriores
© LUKE: www.espacioluke.com