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El tiempo es ingobernable
pradip j. phanse / txema g. crespo
El tiempo es ingobernable. La lectura de las páginas dedicadas a la entrada calendario en cualquier enciclopedia muestra la imposibilidad de conseguir la medición perfecta de la vida, de poner una esperanza a la inevitable llegada de las canas, porque siempre hay que corregir ese corsé cronológico, instrumento que sólo es imprescindible, en esto sí, para regular el tiempo de trabajo del asalariado.
Por eso, la llegada del nuevo milenio, que tanta discusión levantó hace un año (cuando los más espabilados se adelantaron 366 días para buscar una excusa que justificara una buena cogorza o un viaje a las Maldivas), no sirve nada más que para constatar que la cultura dominante en el mundo es la cristiana, porque para la mayor parte de la humanidad el 31 de diciembre de 2000 es cualquier otro día, menos la víspera del primer día del tercer milenio.
Por eso llama la atención la pasión creyente para algo tan evidente la arbitrariedad del calendario. Y más en estos tiempos tan inciertos en los que el principio de causalidad ha sido sustituido por el de casualidad y ha desaparecido aquel orden antiguo, en el que el ritmo de la vida era aparentemente inalterable.
Y es que aquella cadencia se ha demostrado ficticia. Ya se sabe que el inicio del vuelo de una mariposa en Shanghai puede ser el origen de un terremoto en Almería, lo mismo que la cuenta de los días que pasan es una agarradera para pensar que la vida es más larga, que su duración se puede prever, estirar como si fuera de goma. De todos modos, feliz milenio, compadres.
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