Algo que me impresionó fue el modo sencillo y eficaz con que el texto introduce, en cosa de un párrafo, la realidad latinoamericana en el horizonte del lector.
El poeta Antonio Porchia dejó escrito lo siguiente: “El dolor está arriba, no abajo. Y todos creen que el dolor está abajo. Y todos quieren subir”. Leyendo la distopía El oficinista, de Guillermo Saccomanno, el sentido de las palabras de Porchia cobra volumen. Ese oficinista del futuro, ese ser cuya calidez, amabilidad y ternura están adelgazadas hasta los huesos como si fuera el prisionero de un invisible campo de concentración para las almas, no hace más que huir compulsivamente de lo de abajo, de mirar abajo con horror. En algún momento, sin embargo, tiene momentos de lucidez: “Los cuerpos acurrucados en un umbral, abrigados con diarios y cobijas orinadas junto a sus únicas pertenencias contenidas en una bolsa o un carrito de supermercado. Al menos quien ha caído tan bajo, se consuela, ya no tiene que velar angustiado y obsecuente por la conservación de un escritorio y queda libre de la paranoia, las maquinaciones y los pálpitos de complot”. La novela de Saccomanno nos plantea el problema de la despersonalización. El oficinista del futuro vive en una abrumadora paranoia. Su mundo exterior está plagado de terroristas cotidianos que ponen bombas en el metro, jaurías de perros clonados que invaden la ciudad, delincuencia casi insoportable, contaminación mortal en el aire, peligro de ser delatado y castigado en cualquier momento. Un mundo en el que vivir es demencial. Y su mundo interior está hecho de miedo, inseguridad y corazas emocionales. Tiene una familia de la que se encuentra desconectado. Su mujer y sus hijos le aterrorizan y le dan asco. Ellos, por su parte, lo maltratan. Sólo uno de sus hijos, al que llama “el viejito” –parece ya un viejo– le provoca sentimientos positivos, pero más de pena que de verdadero amor. El oficinista, y –parece ser– la humanidad en general, no pueden permitirse sentir compasión por nadie. Se vive con el temor de ser atacado por tus allegados, de perder el trabajo, de quedar en la calle. Saccomanno parece explicarse el futuro como un lugar donde se estrecha hasta casi desaparecer la posibilidad de actuar políticamente. Se es pro sistema (aunque sea por miedo) o terrorista. No hay nada intermedio. La única posibilidad de rebelión está en la fantasía: “Le gusta pensar que él, a pesar de su carácter manso, puede ser, dada la circunstancia, feroz. Si se le presentara la circunstancia, podría ser otro”. Ese otro es el que asoma levemente al mundo cuando se enamora de la secretaria, de la que sospecha todo el tiempo que es la amante del jefe. Nunca uno acaba de entender qué es ese amor. Es un amor teñido de odio por uno mismo y por los otros, de resentimiento, de rencor, de inseguridad. Por momentos odia a la secretaria, pero algo en él se hace adicto a la idea de estar con ella. Ese otro que le vive dentro se hace un personaje grande, y la novela crece con él. Esa fantasía resulta patética, pero es lo único que tiene. El oficinista es un ser anoréxico espiritualmente. Pero Saccomanno parece decirnos que no es especial. El futuro que dibuja se basa en esa anorexia.
Algo que me impresionó fue el modo sencillo y eficaz con que el texto introduce, en cosa de un párrafo, la realidad latinoamericana en el horizonte del lector. La ciudad donde vive el oficinista podría ser cualquier ciudad del mundo hasta que aparece el componente indígena: “No es novedoso ver parir a una india. Todo el tiempo están pariendo las indias. Todo el tiempo en todas partes. Sin embargo el espectáculo no deja de llamar la atención. El público, cada vez más numeroso, contempla el parto como un acto de arte callejero. Ante la india hay tendida una manta con bolsitas de polietileno, una variedad de especias y hierbas. Pimentón, ají molido, orégano, sésamo, salvia, laurel, tomillo, azafrán, manzanilla, tilo. Junto a la india también hay una lata con monedas y billetes arrugados”. Aldous Huxley pensaba que el mundo empeoraría no tanto por la censura y la represión como por el advenimiento de una aparente libertad absoluta de opciones: todo es entretenimiento. Se nos ofrecerá una ilusoria saciedad del apetito infinito que tendremos por las distracciones. Ver parir a una mujer es una forma de entretenerse. Arte callejero. Yo quiero pensar –aunque esto Saccomanno no lo dice, ni siquiera lo insinúa–-que para la mujer indígena es un acto político, el único posible que le queda, al estilo de las inmolaciones en la calle de los tibetanos actuales. Es como si las indígenas dijeran: parimos en cualquier lado porque el mundo es nuestra herencia y es todo nuestro y de todas. Así lo reivindicamos. Ocupándolo y pariendo en él. No aceptamos la medicalización, estandarización, clasismo, burocratización y asepsia de un hospital que, por otro lado, no podremos pagar jamás. Hacer como los animales -parir donde sea- se vuelve más humano que lo que hacen los blancos.
El futuro de Saccomanno es un futuro donde todos tenemos problemas graves de salud mental. La gente intenta continuar dentro del sistema demencial: la oficina, el alquiler, las deudas, los horarios imposibles, el odio cotidiano. Se agarran con todas sus fuerzas a sufrir. Nosotros aún no hemos llegado a ese punto, pero el texto crea un universo de verosimilitud angustiante. Creo que esa verosimilitud no está tanto en el talento del autor -que es por otra parte evidente- sino en que todos intuimos con claridad que la semilla de todo eso que se cuenta está ya aquí. La empezamos a vivir.