nº 164 • Marzo 2015

Espacioluke

balazkez

La mirada de doña Antonia de Ipañerrieta y Galdós

antonia de ipañerrieta

A todas las bestias que ya estamos dentro del cebadero, deambulando como ganado a través de sus pasillos y de sus salas, degustando unos pocos y engullendo casi todas nosotras, multitud de platos variados, fríos y calientes, grandes y pequeños, uno detrás de otro, sin descanso, en un ejercicio seriado despiadado, una vez que han pasado yo calculo que entre quince y treinta minutos, que es el tiempo en el que una nariz se vuelve insensible en casos extremos como el que nos ocupa, se nos ha olvidado ya que el olor que se respira en el ambiente es repugnante,

razón primera por la que, afortunadamente, al no sentir náuseas, las arcadas no se han convertido en vómitos, con lo cual las bestias evitamos que la estancia en el gran pesebre sea una experiencia más lamentable de lo que ya es. Ante torturas de esta calaña, nosotras las bestias deberíamos estar agradecidas a la sabiduría que albergan nuestros cuerpos cuando han provocado la insensibilidad olfativa, para lograr, de esta manera, que nos movamos por el comedor con la inercia propia de los seres aletargados. Además, sin la parálisis de nuestras narices no habría forma de pasar plato por plato, cuchara, tenedor y cuchillo en mano, y abordar una cata tras otra, gracias también a que una cosa ha llevado a la otra y que la enajenación del hocico ha iniciado el derrumbamiento de otros sentidos, siendo el segundo en caer el del gusto. Solamente de esta forma las bestias somos capaces de albergar en nuestros paladares, sin rechazar la mercancía, la bacanal infausta de todos los sabores, desde lo dulce a lo salado, y desde lo amargo a lo ácido, amontonados entre dientes, encías y removiéndose entre las papilas gustativas de la lengua, que, gracias a dios también, se han colapsado y han dejado de emitir señales al sistema nervioso.

Una vez sin olfato y sin gusto, felizmente medio bestias, o bestias a medio devaluar, el atracón empieza a ser factible; luego cada bestia podrá valorar, o no, cuál es su trastorno alimentario en el tipo de consumo atroz al que ha sometido a su cuerpo entre estas cuatro paredes que a su vez encierran dentro de sí un laberinto de cientos, quizás miles, de otras muchas paredes que cercan los espacios en los que tienen lugar las comilonas, residencia temporal, por ejemplo, de bestias anoréxicas que apenas prueban los platos; y de bestias bulímicas que, después de emponzoñarse de comida en varios platos, se ven obligadas a precipitarse rápidamente a los baños, para expulsar por la boca todo el excedente proteínico que su metabolismo no soporta; y de bestias comedoras compulsivas, como es mi caso, que tragamos y tragamos hasta expandir el estómago vete tú a saber hasta qué límites de lo soportable.

Suele ocurrirnos a las bestias también que en la travesía, de tanto caminar entre vianda y vianda, el tacto empezamos a perderlo por los pies, que son los que emiten una primera señal de socorro; es un tormento que va conquistando el cuerpo entero de abajo arriba, rodillas después de los pies, caderas después de las rodillas, tronco después de las caderas, brazos enteros después del tronco, cuello después de los brazos, y finalmente cabeza después del cuello, para desconsuelo de huesos y músculos, un dolor que cuando se ha convertido en generalizado las bestias solemos sentirlo como un viejo rumor que ya se ha convertido en una vaga sensación de malestar que ha terminado diluyéndose hasta confundir a la bestia con una ameba que ni siente ni padece, y que solamente devora, zampa y deglute.

Luego, el silencio que se nos impone a las bestias en estos comedores del exceso ha propiciado que de no escuchar nada hayamos pasado a oír un zumbido sostenido que nos provoca un ligero aturdimiento, acompañado de sensaciones de mareo. En cuanto a la vista, el sentido principal del establo, desde bien pronto también las bestias dejamos de mirar y bastante hemos tenido si hemos intercambiado la suerte de mirar por la desgracia de solamente ver, porque así las cosas, la vista se ha solidarizado también con el resto de los sentidos para propiciar que todo el cuerpo, con todos sus sentidos desvinculados del mundo de la experiencia, se desenvuelva mejor en ese ruido medio ambiental en el que su forma monstruosa ya no puede separarse de su fondo igualmente inhumano.

Llegados a este punto de sopor existencial, una bestia bien formada en el arte de las grandes comilonas, podría sobrellevar esta descomunal ingesta de comida durante semanas, quizás meses, lo más habitual, o quizás años, para las más entregadas en labores así, si no fuera por que llega un momento en el que la bestia, literalmente, se despierta, asustada como cuando en un sueño tiene la costumbre de despertarse aterrorizada justo en el momento en el que se va a caer. Razones para recobrarse hay muchas y en cada bestia se activa su propio mecanismo de defensa, que suele disparar al animal hacia su condición humana cuando menos se lo espera; en mi caso fue el cuadro de Velázquez, ‘Doña Antonia de Ipañerrieta y Galdós y su hijo don Luis’, en concreto, cuando miré a los ojos de la tal doña Antonia y supe, de repente, que no era yo el que la miraba a ella sino que era ella la que miraba a mí, y que de su mirada escrutadora podría extraerse este relato del día que pasé en el Museo del Prado de Madrid, y que dejé escrito en mi pequeña libreta de notas cuando encontré acomodo en uno de esos bancos que suele haber en el centro de las salas y que mi condición de bestia me habían hecho pasar por alto.

Con el cuerpo reventado de sufrimiento, pero afortunadamente de vuelta a la condición de humano, y a pesar de volver a sentir todos los padecimientos propios de un organismo vivo después de tanto castigo auto-infringido, mientras escribo estas líneas, una joven japonesa ha venido a sentarse a mi lado, con los ojos puestos en la tal Doña Antonia y los oídos atentos a lo que dice su audio-guía. Viste así, de abajo a arriba: zapatillas ‘New Balance’, vaqueros negros elásticos muy ajustados y una camiseta de manga larga, también de color negro, sobre una camisa de cuadros marrones con las solapas por fuera… Mientras mira y escucha, ella también escribe sus impresiones en una pequeña libreta de notas. Cuando termino la redacción de este relato ya he tomado la decisión de seguirla, reavivado con la cosa de abandonarme a la inercia de sus decisiones. Lo que ocurra a partir de ahora, entonces, será ya la historia de otra ficción.