La bahía de Saint-Jean-de-Luz es redonda y muy protegida por dos altos promontorios en los que destaca a un lado el viejo Fort de Socoa y, al otro, el nuevo mirador de la Pointe de Saint Barbe.
“Un refugio ideal para piratas”, digo yo como si nada en un tímido alarde de omnicomprensión histórica. “Un refugio real, según han dicho los historiadores”, responde rápidamente Jeanne, que nos acompaña.
Jeanne es rubia, como no podía ser de otra manera, bastante alta, y parece sacada de una comedia de François Truffaut. Ex compañera de un colega de larga duración –en realidad un monógamo sucesivo–, nos ha recibido en su casa con los besos franceses de rigor y nos ha llevado a dar una vuelta por el Promenade des Rochers.
Una brisa fresca nos corteja mientras vamos caminando y oímos el mar lento que se recrece y se abandona a nuestra vera. A la altura de la calle Garat, Jeanne propone que vayamos a comer algo a L´Acanthe. L´Acanthe es en realidad un salón de té, pero más allá de innumerables cajitas con innumerables muestras de su producto estrella, ofrece varios plats du jour y un buen surtido de postres artesanales.
Pedimos una gran ensalada (mediterráneos que somos en un recodo atlántico) y un par de raciones de jambom de Bayonne cortado a mano. Para beber caen unas Kronenbourg (en pequeño e inconsciente homenaje a la Alsacia de la guerra del 14). En el recodo de L´Acanthe en que nos hemos sentado estamos rodeados de viejas fotos. En una de ellas aparece un grupo de vendedoras de pescado con sus cestas sobre la cabeza. “Son las kaskarot”, dice Jeanne, “las pescateras, vamos, mujeres, se decía, de vida alegre y lengua despalabrada. Todavía se utiliza por aquí, para señalar a las mujeres poco convencionales”. Mertxe asiente, también en su colegio de la infancia “pescatera” se usaba de un modo peyorativo. Tras un café noisette, muy fuerte, volvemos a la calle.
Hay mucha gente paseando y tan sólo son las tres de la tarde. Al cabo, gabachos. Parece como si todo el mundo hubiera salido a caminar. La rue Gambetta, rebautizada como Kale Handia, está a rebosar. Visitamos varias tiendas y boutiques. En una papelería, perdido en un estante, encuentro un libro curioso y lo compro. Se trata de Marcher, une philosophie, de Fréderic Gros, y se presenta como una diatriba anti-deportiva (Después he comprobado que está traducido en la editorial Taurus y que el caminar del que habla es demasiado naturalístico para mis gustos urbanitas).
Maite dice que tiene hambre –será cosa de las hormonas– y Jeanne nos acerca hasta la Maison Francis Miot, especialista en cacaos diversos. Bien pertrechados de chocolate continuamos ascendiendo por la rue Gambetta. La teobromina, ese a modo de cafeína divina envuelta en magnesio, va haciendo su efecto y, al poco, nuestro paso se vuelve más alegre y pizpireto. Está bien poder mantener la amistad con las ex de nuestros amigos. No es fácil, porque exige cierto esfuerzo, pero merece la pena. Miro a las chicas y, a instancias de Maite, los cuatro nos cogemos de la mano.