Antes de comenzar la lectura, es conveniente reproducir esto.
Los que me conocen saben que no creo en las historias, sobre todo porque casi siempre habita en todas ellas la imposición narrativa de quien las cuenta.
Esta circunstancia me convierte, de una parte, en un lector o escuchador de historias que enseguida desagua su atención bajo la sospecha de estar siendo engañado y maltratado; y de otra, en un escritor o recitador de historias torpe, inseguro, trabado, y siempre disperso. Solamente cuando quien me cuenta la historia se antepone como sujeto manipulativo de su propia narración, hago el esfuerzo de mantener una mínima disposición asertiva hacia la historia que me está contando. Por eso me gusta el Godard más impertinente, porque la destrucción previa de la historia gracias a la preeminencia del autor que la construye es, sobre todo, un trabajo honesto que, en el caso del cineasta francés, denota un respeto hacia los espectadores de sus películas.
Como ejemplo de esta tara comunicativa valga este mismo texto, que ha surgido de la necesidad misma de escribir un pequeño relato y que, tal y como el lector ya está leyendo, antes de contarla ya estoy presumiendo de la cautela de anteponerme –como sujeto que la cuenta– a los personajes que no tienen por menos que protagonizarla –como objetos que la sustentan–. Titulo el relato ‘Cantus in Memoriam Bejamin Britten’, por razones que más adelante se conocerán, y así le doy principio en la libreta de notas donde me gusta escribir ficciones, al tiempo que escucho la pieza musical de Arvo Pärt con la ilusión de que el lector haga lo propio en su viaje a través de la historia que sigue a continuación.
Ocurre hace unos días, cuando estoy en el hospital visitando a un familiar enfermo. En el ascensor pulso el número 3, que corresponde a la planta donde se tratan las enfermedades digestivas. Cuando salgo al pasillo central, busco la habitación 318. Encontrar una habitación de hospital es fácil, más fácil incluso que encontrar una habitación de hotel, pero pocas veces he dejado de sentir ansiedad caminando por un pasillo de hospital. ¿Acaso no es un hospital uno de los peores lugares en los que perderse? Puedo imaginarme pocas situaciones tan embarazosas como introducirme en una habitación equivocada y encontrarme de frente con un enfermo que ni me va ni me viene, tumbado como media res en cualquier cama; o peor aún, toparme con los familiares del enfermo, contagiados ya sin remedio del olor y la tristeza del lugar, sentados en el hastío de las esperas, siempre demasiado largas, y listos para escrutarme sin misericordia alguna por haber cometido semejante imprudencia. Sí, en mi caso, toda fantasía localizada en un hospital no puede por menos que ser experimentada como una pesadilla. También suele ocurrir que la ansiedad oscurece la visión, y enseguida uno se convierte en un sonámbulo ciego cuya única experiencia que le ancla a la realidad es el código de búsqueda que tiene en la cabeza, en mi caso la habitación 318, a lo largo y ancho del pasillo del hospital. Y suele ocurrir también que uno se despierta cuando el código se encuentra. Y así sucede.
A mi tío lo han operado hace unos días de una hernia que –según fuentes familiares– le había estrangulado parte del intestino, pero no está mejorando, me cuenta él mismo, tal y como suele ocurrir en estos casos, estamos un rato hablando, él me pregunta por mi hijo y yo por sus nietos, él por mi trabajo y yo por su tiempo libre de jubilado, y otras cosas que se hablan en familia, hasta que entran un primo –el hijo del enfermo– y su mujer, hablo también con ellos, me preguntan por mi hijo y yo por los suyos, ellos por mi trabajo y yo por los suyos, y otras cosas que se hablan en familia, después se acercan hasta donde mi tío y se ponen a hablar, es cuando yo aprovecho para alejarme desde el pie de la cama hasta el quicio de la puerta de la habitación.
Observo el ir y venir de varios enfermos –el masculino aquí no es genérico– a través del pasillo, algunos llevan bolsas. El objeto-bolsa es un objeto-terror en el contexto-planta de hospital de enfermos del aparato digestivo. No sé cuanto tiempo estoy allí observándolos, pero como espectador me sitúo –por la cadencia de sus andares– como el que observa a los zombis de "The Walking Dead". Mirándolos me pregunto dónde queda la dignidad de una persona que tiene una goma enchufada en el culo para echar mierda en el objeto-bolsa. Me imagino yo mismo en esa situación, y me siento entre triste y asqueado de pensarlo e imaginarme enfermo, dolorido, viejo y cansado. Y me acuerdo de Mario Monicelli –porque yo, una vez entrado en barrena, soy imparable en el drama–, el director italiano de cine que se suicidó hace unos años, tirándose por la ventana de un hospital, aquejado de un cáncer terminal. Lo dicho, por supuesto que también me pongo en la piel de Monicelli y me pregunto qué habría hecho yo en su lugar, si dejarme morir –asumiendo pasivamente el guión del destino– o matarme yo mismo –rompiendo activamente el papel de mi personaje–; y aquí no me queda otra que sentir una impotencia indigerible, abismal y nauseabunda, puesto a elegir entre esas dos alternativas igualmente próximas, apabullantes e irreversibles.
Allí y en ese momento, solamente el drama que sigue –por ajeno– puede sacarme del mío personal, tejido de las fantasías que a uno se le disparan en un lugar como este. Son una anciana enferma y su compañero. Se acercan, a pasos muy cortos, y también muy lentos, desde el fondo del pasillo hacia donde yo estoy. Me fijo en ellos, seguramente porque ella es la primera mujer enferma que veo en esta planta tomada por hombres, y porque, además, no lleva cosida a ella el fatídico objeto-bolsa. Cuando los tengo más cerca puedo ver que ella viene agarrándose, muy fuerte, a él. El vigor del agarre de esa mano –que podría fotografiarse en la rotundidad de las venas–, de su brazo al brazo del compañero, contrasta con la debilidad de sus pasos, la extrema delgadez de sus piernas y la sensación de fragilidad que proyecta todo el conjunto de su cuerpo. Cuando se ponen a mi altura les oigo hablar en una lengua extranjera, alemán u holandés, digo yo, no sé… De primeras pienso que me hubiera gustado saber de qué hablan, pero enseguida sé que no hace falta, porque hay otro lenguaje, universal, cuyos signos he entendido: el agarre de la anciana a su compañero y, también, la mirada grave del anciano hacia su compañera, y la respuesta de los ojos de la anciana, entre sonrientes y cómplices, sobre su compañero. No hace falta ningún lenguaje verbal –además pienso que de haberlo habido quizás hubiera ensuciado el relato–; la historia, la suya, la que están viviendo en este momento, ha quedado escrita ya, con sus acciones, observadas e interpretadas a través de mi mirada. Luego, cuando la pareja de ancianos se da media vuelta y empieza a alejarse, el fabuloso contraluz –que da la última luz del día que entra por la ventana del extremo opuesto del pasillo– deja en evidencia el pañal de la anciana por debajo de su bata. Con igual ritmo de tortuga, los dos ancianos se alejan hasta que se meten en una habitación. Y desaparecen. Desaparecen de forma definitiva. Aquí es donde empiezo a escuchar campanas, no unas campanas cualesquiera sino las que acompasan de principio a fin el ‘Cantus in Memoriam Benjamin Britten’.
Todavía impactado por la historia que me ha regalado la pareja de ancianos y empujado por la inercia musical de las campanas, el relato escrito deviene en guión cinematográfico y me pregunto cómo habría filmado una historia así, tan minúscula como esta, y al tiempo tan sobrecargada en términos dramáticos. Por supuesto que no habría movido la cámara en ningún momento: plano fijo con pasillo –excepto un plano detalle de la mano de la anciana y el diálogo de los plano y contra plano del cruce de sus miradas– y listo. Así, la pareja de ancianos, como protagonistas; otros enfermos yendo y viniendo, como secundarios; mis familiares, en fuera de campo; y en el montaje posterior, quizás, si habría de forzar el blanco hasta quemar la secuencia con el contraluz asfixiante; y esta música conmovedora, no a un volumen muy alto –que podría, literalmente, abrasar la historia de dolor– sino sobrevolando a un distancia prudencial a los protagonistas que han vagado por un lugar de paso, y que se han acercado hasta la cámara, desde donde se han dejado observar y han hecho constar que han estado vivos, hasta alejarse sin hacer ruido y desaparecer, cerrando así el relato mínimo que podría haber sido filmado como la expresión concentrada –en unos pocos minutos de cine mudo, los que dura el ‘Cantus in Memoriam Benjamin Britten– de una vida entera.
Funde a negro. Silencio. Fin.