Ni siquiera he tenido tiempo de hojear en el descanso de la media tarde la última edición (siempre es la “última y crítica”) de los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, comprado para dorar la píldora a una amiga devota del Al-Ándalus ...
Estamos cenando en La Gran Taberna, uno de los establecimientos un poco equilibrados en atención y precio de la Plaza Nueva de Granada.
Nos duelen –y mucho– los pies porque durante toda la tarde hemos pateado el recinto de la Alhambra entre masas más disciplinadas que las cohortes de obreros de Metrópolis de Fritz Lang. Aun así ha merecido la pena, aunque yo soy más de la Alcazaba que del Generalife y más del Generalife que de los Palacios Nazaríes (y nada del Patio de los Leones –de las leonas, como dice, con verdad, Mertxe–): el retruécano obsesivo del arte islámico despierta mi fondo de armario zen y, por quedarme, yo me quedaría tan sólo con la Torre de la Vela, limpia, eso sí, de antenas y banderas.
Por la mañana, recorriendo el romántico paseo del Darro, nos hemos topado con el Palacio de los Olvidados, una antigua mansión sefardí, reconvertida en museo de los judíos granadinos. La visita, excelentemente guiada, recorre un abundante material documental e instrumental –¡Ah aquel coqueto estuche con todo lo necesario para practicar con soltura la circuncisión!– y evoca dulcemente ambientes y viejas historias, así como inquisiciones varias. La mayoría de los visitantes lucía unos apéndices nasales reseñables y he conseguido pasar desapercibido por mi reciente barba proto-mesiánica (o de imán post-moderno), así como por haber sido el único en recordar en el momento adecuado la unicidad del Uno: “Shemá Yisrael, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad!”. No ha venido nada mal este encuentro para compensar tanto elogio arabo-islamista (bien merecido, sin lugar a dudas). Ahora que se señalan tanto las diferencias, no está de más recordar el común tronco semita (aunque también recordemos que las disputas entre hermanos y primos han sido siempre tan inevitables como sucesivas).
Pero, desde luego, nada apuntaba a primera hora de la mañana, desayunando las correspondientes tostadas con tomate, que la jornada iba a ser tan intensa, de los pies a la cabeza. Ni siquiera he tenido tiempo de hojear en el descanso de la media tarde la última edición (siempre es la “última y crítica”) de los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, comprado para dorar la píldora a una amiga devota del Al-Ándalus: siempre me ha parecido que Irving, más que embajador de Estados Unidos en España, fue un embajador de la España exótica en el mundo, esa España que ha dado tanta cuerda a tantos anglosajones que han ido viniendo a la piel de toro para conocer (a veces en el sentido bíblico) a alguna joven gitana con el pretexto de que eran hispanistas.
Pero, en fin, ahora debo dar cuenta de este poliédrico pisto a la granadina que brilla ante mí bien acompañado de la segunda Alhambra (cerveza especial y equilibrada donde las haya) y proponer luego otro paseo antes de que Maite reclame su tiempo electrónico, a repartir entre el i-pad y la DS.
Foto:© Willi Frerich en Panoramio