nº 162 • Enero 2015

Espacioluke

Pedro Tellería

Cuadernos Oxford

Es una música tóxica. Muchos de sus intérpretes fallecieron (o excitados o dormidos). Mantenían cierta elegancia en su pose que los alejaba del mal gusto de otras tribus urbanas ...

De todas las corrientes que a estas alturas de la historia musical nutren el océano del rock (sesenta años a nuestras espaldas), la que más me interesa últimamente se sitúa a finales de los setenta. No son ni el punk ni la new wave ni el hard rock ni el pub rock ni el glam, sino eso (sencillamente "eso") que interpretaban grupos como Herman Brood & His Wild Romance, The Only Ones o Eddie & The Hot Rods. Como hay expertos que afirman que cada estilo del rock responde a la sustancia que consuman sus intérpretes, lo de estos benditos debió de ser algo a medias entre los estuporantes y las adormideras.

Últimamente me pongo esa música y camino por mi ciudad. Es como si llevara en el bolsillo un puñado de esmeraldas y un camafeo renacentista y me alegrara con mezquindad de mi secreto. Como si conociera un tesoro cuyas coordenadas no debo confesar a nadie. Me meto por los barrios obreros de los sesenta, levantados a base de rojo ladrillo rojo, y escruto las lonjas abandonadas, los comercios cerrados por ruina o jubilación, los escasos portales, con sus cristales viselados y sus apliques de latón, que quedan. E imagino en sus aceras y en sus ventanas la vida que llevarían aquellos adolescentes de finales de los setenta que no conocí. Los héroes últimos y primeros de nuestra transición que pagaron cara su osadía de alfil y su ingenuidad de peón y que mezclaron también excitantes y adormideras.

Es una música tóxica. Muchos de sus intérpretes fallecieron (o excitados o dormidos). Mantenían cierta elegancia en su pose que los alejaba del mal gusto de otras tribus urbanas. Vestían bien, se sacaban fotos sugerentes y cantaban a la noche del sábado, a su novia, a los yonquis, al sentido del humor y al suicidio placentero. Eran buenos letristas, con un fino u cínico sentido realista del lenguaje. No duraron. Se los llevó la fiebre de la jeringuilla y el sudor del escenario. Son otra vía muerta en el nudo ferroviario del rock.

Termino. Hace trece años, cuando paraba por Barcelona, conseguí la edición barata (la amarilla) de Corre, Rocker. En la página 247, Sabino Méndez citaba tres nombres propios del rock. El del medio se me hizo desconocido por entonces, pero el barcelonés reconocía que fue uno de sus ídolos adolescentes. Hace año y medio, una larga tarde de verano, compré El día que murió Marcello Mastroianni, la joya que tras años de silencio Méndez logró publicar con temas propios interpretados por él y Los Montaña en la mítica sala Bikini más alguna maqueta. En la melodía del tercer tema hay un guiño al punteo de "Never be clever" del disco Shpritsz de ese roquero que él citaba y yo no conocía. Ahora, que cada uno descubra el secreto.