nº 162 • Enero 2015

Espacioluke

José Morella

Bestiario

Todo el mundo parece sugerirle a Simón que hay que olvidarse de la identidad que tuvimos. Olvidar es urgente e importantísimo ...

Leo La infancia de Jesús, de J.M Coetzee, como una depuración narrativa de ideas más vividas que pensadas. Coetzee capta las sutilezas con que los sistemas de poder atrapan a la gente, las reglas complejas e injustas que cimientan nuestras comunidades. El tema que inunda el texto es la burocracia. El protagonista es un refugiado o inmigrante llamado Simón, que durante su viaje al primer mundo ha recogido a un niño perdido, David, a cuya madre tratará de encontrar. Toda la novela muestra a los protagonistas -la "madre" que Simón encuentra, los amigos que hace, la gente que conoce- en lugares que tienen por un motivo u otro tintes burocráticos: residencias para extranjeros, centros de internamiento donde te enseñan la lengua del país antes de que cruces la frontera, oficinas, escuelas, pisos para trabajadores que hacen pensar en celdas de monasterio... No aparece en todo el libro eso que entendemos por una casa, como en la frase "estar en casa". No hay hogares sino alojamientos. Techos y paredes que contienen una cama y una mesa y una silla. La burocracia lo baña todo y deja de ser un conducto o una serie de conductos que se usan para llegar a otro sitio. Esos pasillos son el nuevo sitio. El país nuevo. Se vive de modo crónico en ese pasadizo.

Todo el mundo parece sugerirle a Simón que hay que olvidarse de la identidad que tuvimos. Olvidar es urgente e importantísimo. Simón ya no recuerda apenas los detalles de su vida, pero su cuerpo o su alma piden una compañera, momentos de ternura, sexo, dulzura, amor. David tampoco parece adaptarse. Es visto por todos como especial. La infancia de Jesús del título está tensando la cuerda del sentido constantemente. No aparece Jesucristo en la novela ni se habla -en principio- sobre religión, pero el tono aséptico y distópico del libro nos hace pensar en la necesidad de una gran revelación espiritual venidera que no tendrá que ver con milagros ni con gente que resucita y sube al cielo ni con nada esotérico del estilo, pero sí, posiblemente, con el Jesús cabreado como una mona que entra a gritos al templo y se pone a levantar los tenderetes de los mercaderes por los aires y a cantarles las cuarenta a todos a grito pelado. La ira compasiva y lúcida, casi revolucionaria, de la que hoy no nos hablan demasiado desde la conferencia episcopal: esos están más por la distopía burocrática que por otra cosa.

En un momento dado Simón y David van al fútbol con Álvaro, el jefe de Simón. No hay que pagar entrada porque es un partido de división regional. El niño dice que tiene hambre, pero Simón no tiene dinero. Le contesta que intente entretenerse con el partido. Que entretenga su propia hambre. Este modo aparentemente sencillo con el que Coetzee se aproxima a la necesidad es eficacísimo: yo, occidental no inmigrante, tengo asociado ver fútbol con estar picoteando con displicencia algo de comida. La tristeza que me dejó leer este trecho es duradera. Pasan los días y no me la sacudo de encima.

Algo que me impresiona es el modo en que Simón insiste en educar a David sin mentirle jamás, y cómo eso llega a parecerles a los demás algo extremo y subversivo. Uno no tarda en darse cuenta de que Coetzee no persigue explicar o hacer entender al lector cómo debe ser la educación o la crianza. No es un moralista. Lo que persigue es que veamos cómo realmente es. No es que quiera reformar la escuela: quiere que veamos lo que la escuela es desde los cimientos. Lo que hacen los padres y los enseñantes sin darse cuenta. La burocratización de la propia vida. No se pierdan, si leen la novela, la conversación que el niño y su tutor tienen sobre la mierda junto a un inodoro. Qué diálogo tan lúcido y tan difícil. Hablar con un niño es hablar lúcido o no decir nada.

David es obligado a ir a un colegio para niños especiales porque no acepta la autoridad del profesor. En la escuela ya pasa lo que pasa fuera: todo el mundo debe adaptarse a la perfección a los moldes, para que así la sociedad no tenga que sufrir ni el mínimo conflicto o tirantez. Es decir, la sociedad está muerta. Si cada vez que un niño inteligente desafía a su profesor lerdo hay que hacer intervenir a las autoridades y encerrar al niño en un colegio especial, estamos ante el fin de la civilización. La infancia de todos los niños es la infancia Jesús.