¡Un enemigo, dadme un enemigo! Era trágico verlo así. Saber que era así. Que su esencia dependía de hacer daño. Del daño que quería hacer con sus propias manos. No herir a alguien constantemente le resultaba impensable. Contrario a la vida, que daba asco ...
¡Tenía tanta necesidad de un enemigo!
Venía a mi puerta con la soberbia estropeándole la sonrisa. Con los ojos inyectados de conflicto. Las manos tanteando golpes. Los músculos del pensamiento listos para el salto y la garra.
No recibirlo hubiera sido el primer motivo de pelea. No abrirle la puerta, una afrenta. Te obligaba a estar en su presencia, a escuchar todo su odio desplegado como el tenderete de un vendedor de hachas. Cada palabra lista para cortar.
Sus ojos rasgaban el aire. Quería hacer sangrar al viento. Las gotas de sudor que resbalaban por su cara, siempre congestionada, pudrían la hierba con solo tocarla. ¡Un enemigo, dadme un enemigo! Era trágico verlo así. Saber que era así. Que su esencia dependía de hacer daño. Del daño que quería hacer con sus propias manos. No herir a alguien constantemente le resultaba impensable. Contrario a la vida, que daba asco.
Nunca se planteó que la vida era asquerosa gracias a las personas de su especie. De humano tenía poco más que la ropa. Era como un trozo de carne que los gusanos se disputan estando aún vivo. No entendía el equilibrio de fuerzas, sólo la ley del más fuerte. Corriendo desnudo por el campo apenas sería un animal exótico que escapó de la clasificación definitiva. Una curiosidad antropológica, o zoológica.
Olía su propio miedo y te decía que estabas asustado. Y asustaba.
Como odiaba tanto, le regalaron una bandera. Otros más listos que él le señalaron al enemigo. Le dijeron que la muerte era una causa, que matara para ellos y sería bendecido para siempre, y el muy bendito lo creyó. Retorcieron la gramática como una cuerda alrededor de su ignorancia. Lo encadenaron a la casa, pusieron un cartel: Cuidado con el perro.
Le gusta que le llamen perro. Perro fiero.
Tiene a su alrededor perrillos ladradores que también defienden la casa. Juntos hacen un buen equipo. No necesitan responder jamás a pregunta alguna. Llevan todas las respuestas troqueladas en su collar. Algún día se darán cuenta de que el enemigo habita en la casa que defienden.
Pero en la casa, no hay nadie.
No puede haberlo.
Sólo hay un espejo. Con el azogue eterno de las horas.
Y un arroyo cristalino colgado de un clavo.
El arroyo primordial que miró el primer humano antes de serlo. El test de inteligencia que no superó al crear en su mente el primer instante de tiempo. Pudo, como cualquier animal, reconocerse, y luego evolucionar desde el desconcierto. Pero aspiraba a ser el peor de los animales, el más imperfecto, el virus suicida que se mira a los ojos.
En realidad todo comenzó cuando el primer ser humano vio su propia cara reflejada en el río y dijo: Tú serás mi enemigo.
Por eso, como yo soy humano, no le permito a este hombre, que odia tanto, que se adentre en mi casa. No quiero que me contamine. Que me contagie la rabia.
¿Me estás llamando perro?, pregunta.
No le digo nada. Al enemigo ni agua.
Francisco Taboada
Blog Palabras dactilares
Foto: Paula Arranz