Septiembre 2014

nº 159

Crónicas con fecha: Taller de escritura

Vicente Huici
publico
Imagen: © ardiluzu (de la presentación de 'Seis desnudos' de Pedro Tellería)
Me llega el turno. Quiero hablar del valor simbólico de la escritura y del espacio literario en el que se inscribe una vez publicada, y lo hago como quien prefiere tratar del software y no tanto del hardware ...

Como he venido de invitado a este taller de escritura, supongo que todos los asistentes esperan de mí algo más que, por ejemplo, hacer una práctica sobre la construcción del personaje.

Mientras el coordinador del taller, un joven nervudo y de voz profunda, me presenta, repaso el círculo de rostros que nos rodean. Predomina la edad media y, salvo dos excepciones, la mayoría son mujeres.

Me llega el turno. Quiero hablar del valor simbólico de la escritura y del espacio literario en el que se inscribe una vez publicada, y lo hago como quien prefiere tratar del software y no tanto del hardware. Ante mis primeras palabras, noto algún que otro carraspeo, luego detecto varias miradas que se dirigen hacia el suelo, aburridas, y otras, hacia el techo, contrariadas. Cito a Bourdieu y a Barthes, pero también a Stendhal o a Proust y, en fin, hasta al Kennedy de La conjura de los necios. Resumo en una parrafada final, afirmándome en la necesidad de conocer los motivos de esta libido scribiendi y avisando de la crudeza de las editoriales, de la arbitrariedad de la crítica y, por supuesto, del público ignoto e impenitente.

Finalizada mi intervención, una de las asistentes, de cabello negro y ensortijado, me dice con ojos acuosos que he sido muy cruel y que se le han quitado todas las ganas de seguir escribiendo. Asiento porque lo comprendo: suele ser esta una de mis misiones en estos bolos para evitar males posteriores y mayores –he mentado de pasada el suicidio de algunos escritores famosos.

Otra de las asisten señala algo enfadada, que la organización de este taller de escritura debiera tener en cuenta los deseos y expectativas de los asistentes al planificar las intervenciones de los invitados. Uno de los dos participantes varones, un señor serio y corpulento, se levanta y, sin decir una palabra, toma las de Villadiego.

Quienes al cabo se quedan me miran con expectación, como si esperaran que yo debiera decir algo para compensar las intervenciones anteriores. Como me mantengo en silencio, el coordinador del taller me da las gracias que extiende a todos los presentes e inicia un tímido aplauso que se diluye entre los primeros movimientos de sillas y mesas.

La gente comienza a levantarse. Recojo mis cosas lentamente para permitir que todo el mundo vaya saliendo. Una joven en quien no había reparado se me acerca y me dice que varios compañeros del taller van a tomar algo a la Cervecería Alemana y que a ver si me apetece ir con ellos. Y yo les digo que, sí, por supuesto.

Mientras caminamos por la calle del Príncipe hacia la Plaza de Santa Ana, recuerdo mis primeros madriles y mis primeros entusiasmos. Las largas tertulias del Comercial y la pequeña buhardilla de la calle Libertad. Aquella felicidad de haber huido de la negra provincia y estar por fin en la capital, eso sí, con un manuscrito en la maleta. Creo que me lo voy a pasar muy bien con estos colegas que, a pesar de todo, me ha invitado a tomar una caña.