Desde que llegaron ya se veía que iban a causar problemas. Estaban demasiado gordos, vestían demasiado hortera, hablaban demasiado alto, hacían demasiados gestos, decían demasiados tacos, y todo el rato se estaban atacando, como dos incultos que se han creído lo de la lucha de sexos ...
Mi ensalada lleva rúcula, espárragos y pasas de Corinto. No es nada excepcional, pero utilizo como aliño una porción de queso de cabra diluido en vinagre de Módena y así el plato adquiere una potencia sorpresa. Será difícil ganar el concurso, he visto a mi vecino manejar aguacates como un malabarista, aunque espero llamar la atención y que se hable de mi plato. Hablar es lo único que importa, pasar las estrechas vacaciones comunicándose con personas sensibles e inteligentes que saben sacar el jugo a la vida. Los que sabemos, por ejemplo, que este domingo las fiestas patronales atraerán demasiada gente a la isla y conviene buscarse una actividad privada lejos del bullicio. Un grupo de apartamentos como éste, con aire acondicionado que funciona y piscina de dos cuerpos, es el lugar ideal para disfrutar de esos placeres sencillos, siempre que no venga un imbécil a fastidiarlo.
Es la una y cuarto, quince familias llevamos media mañana preparando nuestras ensaladas de exhibición y el energúmeno del apartamento Siete sigue tirado en su tumbona roncando a pierna suelta. Lo de este tipo es increíble, llegó casi al amanecer, cantando como un coyote, tuvo un bronca con su mujer, que estaba en la cama, lo echó a la calle, y ahí se tiró a dormir la mona. Ella se marchó a primera hora y no se molestó ni en mirarle. No es que se avergüence, es de su misma catadura, pero al menos no le enseñó el dedo medio y le dijo palabra por palabra, vocalizando, Que te den mucho por el culo, como lleva diciendo desde hace ya nueve días. Son gente ordinaria, insufrible. Hay muchas quejas. El responsable de la agencias de viajes tendrá que dar algunas explicaciones.
Desde que llegaron ya se veía que iban a causar problemas. Estaban demasiado gordos, vestían demasiado hortera, hablaban demasiado alto, hacían demasiados gestos, decían demasiados tacos, y todo el rato se estaban atacando, como dos incultos que se han creído lo de la lucha de sexos. En un solo día ya tenían cosas suyas tiradas por todas partes. Se hicieron los dueños de la piscina a base de mala educación. Ella se lanzaba siempre a lo bomba, se le salían las tetas del paracaídas que lleva como sujetador, y se las guardaba diciendo Que no mire nadie. Él nadaba a lo Tarzán, antes de que Tarzán aprendiera a nadar, desalojando agua de la piscina, con un braceo enérgico y un pataleo desesperado totalmente ineficaces ya que no avanzaba nada. Viéndolos, daba lástima de las focas en cautividad. Al día siguiente a su llegada, la mayoría nos fuimos a leer a la playa. Y al siguiente, a primera hora, se presentaron las primeras quejas en recepción. La respuesta llegó a las diez de la mañana, cuando el Director les llamó al orden en su apartamento, del que salió una voz: Mis cojones y otra: Que les den por culo a esos estirados de mierda. A continuación, él salió y comenzó a caminar con energía alrededor de la piscina. Llevaba una mirada feroz, asesina, que recorría terrazas y balcones como buscando alguna actitud crítica que le permitiera desplegar y justificar cualquier tipo de acto violento. Con los puños cerrados. Los dientes apretados. Como nadie se atrevió a salir, regresó a su apartamento, abrió todas las ventanas que daban a la piscina y puso la música a tope. Era una música digna de Guantánamo, tan estridente y brutal, tan a mala idea, y tan descoordinada en su selección, que los oídos eran sometidos a un continuo sobresalto sonoro que dañaba hasta la conciencia. A mediodía, ella apagó la música y él se fue. Volvió a las dos, con dos pollos asados, y se comió uno sentado junto a la piscina, con las manos, directamente de la bandeja y tirándole los huesos a ella, que se zampaba en la cocina el otro pollo y le lanzaba por la ventana los huesos a él, como trogloditas enamorados.
El caso es que sus ronquidos nos están fastidiando el concurso de ensaladas, y su mujer no regresa, y tal vez no lo haga, cerca de la playa hay hamburgueserías cada veinte metros y puede quedar varada en la arena hasta el atardecer. Hace un sol de venganza, nuestras creaciones culinarias descansan ahora en las neveras y algunos hacemos un conclave para decidir sobre el gordo de la tumbona. Apenas nos reunimos y el tipo deja de roncar. Comienza un cabeceo al principio acelerado pero poco a poco más lento, como si luchara por despertarse y al final desistiera. Tiene un color rojo intenso, como el paquete de tabaco arrugado que yace a sus pies. A la hora del almuerzo, reina una calma paradisíaca y se escuchan de nuevo en los apartamentos risas de niños, risitas de enamorados y comedidas carcajadas de amigotes. De vez en cuando, uno que otro todos miramos hacia la tumbona y con gestos nos vamos indicando el grado de cangreja que está pillando el animal dormido. Y sucede, sí señor.
A las tres en punto soy proclamado ganador del concurso de ensaladas. No hay duda de que el sabor se ha impuesto a la presentación. Nos sacamos una foto de grupo, sonrientes, rodeados de nuestros platos artísticos y deliciosos. Alguien observa que el gordo ha pasado de rojo paquete de tabaco a rojo cereza madura. A las cuatro ya está un poco morado. A las cinco cruza por allí el recepcionista, lo zarandea, y corre a llamar a una ambulancia. Hay unos minutos de desconcierto y tal, pero yo no puedo permitir que un gordo a la plancha se lleve el protagonismo e informo al personal de que tengo enfriando dos botellas de champán para celebrar mi éxito. Es curioso, todos tienen dos botellas a enfriar. Somos unos optimistas.
Francisco Taboada
Blog Palabras dactilares
Foto: Paula Arranz