... es un potente recorrido verbal sobre un pretendido entorno empírico –un barrio de una ciudad– a la caza de una singular ciclista, flexible y hechicera, signo y símbolo de la levedad y la pureza ...
Decía el poliédrico Félix de Azúa, a propósito de la aparición de El año que pasé en la bahía de nadie,de Peter Handke, que era una de las pocas obras artísticas que todavía podían circunscribirse en el ámbito la literatura. Argumentaba para ello el peso específico y definitivo que en aquel libro tenía el lenguaje, constituyéndose en una realidad propia, reflejo de nada que no fuera de sí mismo, pero no, por supuesto, de la nada.
Algo así podría decirse de la última novela de Edgar Borges, escritor venezolano afincado en estos lares. En efecto, su último libro (La ciclista de las soluciones imaginarias,Ediciones Carena, 2014) es un potente recorrido verbal sobre un pretendido entorno empírico –un barrio de una ciudad– a la caza de una singular ciclista, flexible y hechicera, signo y símbolo de la levedad y la pureza. La excusa es suficiente como para que lo supuestamente real empírico vaya perdiendo consistencia y, poco a poco, veamos emerger una realidad lingüística propia, que, abandonando el espejo que reivindicaba con ingenuidad Stendhal, se contempla a sí misma como única garantía de verdad.
Pero, según sabemos hoy (Lausberg), la verdad artística es tan sólo verosimilitud acordada y bien cebada por la retórica más clásica. Sus recursos son los de siempre, reproduzca supuestamente el entorno empírico y/o lo invente lingüísticamente para nuestras sinapsis neuronales. Hasta la auto-diégesis, que usa y abusa del yo creador como garantía última de verdad, es una forma más de diégesis, probablemente la más hábil y oculta.
Y en esto, conviene no llevarse a engaños, pero tampoco abandonar el barco. Pues si es cierto y hasta comprobable que El Poder vigente define las líneas de lo decible y lo indecible (Foucault), desde cualquier rincón perdido un poeta oscuro y hasta ciego –no necesariamente un versificador al uso– puede desafiar esos límites y decir sus palabras, por más que sólo puedan teorizarse desde la Metafísica o la Patafísica, según el caso, o, incluso, sean relegadas al espurio mundo de la locura.
A todo esto juega Edgar Borges en su última obra, siguiendo a un tal Silva que acepta que la suya es “una mirada trastocada”, bajando y subiendo de su torre de marfil, circulando entre los dioses y los humanos, sobreviviendo entre los trabajos y los días, quebrando el lenguaje y con él la conciencia. Haciendo, por lo tanto, una apuesta artística como las de su mentor Peter Handke.
La Ciclista nos dice a cada uno y a cada una: “¡Súbete, es tu hora, pedalea!” ¿Subiremos?