Foto: Guilin Li Jiang
La he saludado en mi mandarín de ascensor, pero ella se ha ido directamente al inglés. Después de preguntarme si me gustaba dibujar, algo que era obvio, ha cabeceado mirando mis esbozos como si le parecieran interesantes ...
El barco, ancho y pesado, avanza lentamente abriéndose paso entre las calmas aguas del río Li. He subido a la cubierta superior, pertrechado de un buen sombrero de paja, para intentar dibujar los peculiares pináculos de las formaciones kársticas que, como en un desfile acompasado, se abren a babor y a estribor.
Estoy somnoliento porque he dormido poco: ayer por la noche hacía mucho calor en Gulín. Aun así, prefiero el calor, incluso mucho calor, a la densa contaminación que nos ha acompañado en nuestra visita a Sanghai. Además, este delicioso entumecimiento que siento es una buena condición para el dibujo: así se perciben mejor las formas más allá de sus posibles significados.
Una joven china, de poco más de veinte años y de unos cincuenta quilos de peso (como diría Josep Pla) se me ha ido acercando poco a poco entre breves sonrisas hasta posar su mirada definitivamente sobre mi cuaderno.
La he saludado en mi mandarín de ascensor, pero ella se ha ido directamente al inglés. Después de preguntarme si me gustaba dibujar, algo que era obvio, ha cabeceado mirando mis esbozos como si le parecieran interesantes. De ahí hemos pasado a una conversación de discoteca: nombre, nacionalidad, ocupación, ¿te gusta este lugar?
Me ha parecido muy graciosa –y guapa, todo hay que decirlo–. Tiene efectivamente veintiún años y está finalizando los estudios de Magisterio. Viaja con su abuelo –un señor de piel arrugada que me ha sonreído a su indicación desde el otro lado de la cubierta– y está un poco aburrida porque el viejecillo sólo le cuenta historias de la Larga Marcha, de Mao y del Ejército Rojo. A ella, añade, le gustaría irse al extranjero –a Europa ¿por qué no? Aunque mejor a USA–.
Le digo que hacía mucho tiempo que no veía un paisaje tan impresionante, que este recorrido es precioso, y que más vale que lo estoy haciendo para no llevarme un mal recuerdo de China. Ella frunce el ceño. Sí, dice después, desde luego esto es más chino que, por ejemplo, Sanghai –siempre sale Sanghai a colación–.
El abuelo la reclama y se despide rápidamente no sin antes abrir un smartphone gigante y multicolor. Al girarse y alejarse me doy cuenta de que tiene unas caderas y unas piernas para dibujarlas unas cuantas veces. Pero como casi le triplico en edad y a lo peor a mí también me gustaría hablar de Mao, dejo que se me escape como otras tantas más se me han escapado a lo largo de los últimos siglos y reencarnaciones.
Sube Maite acalorada por la escalerilla de madera y me señala unas casas blancas y bajas rodeadas de cruceros: ¡Ya llegamos a Yangshuo! ¡Tenemos que bajar! Y, por supuesto, bajaremos. ¡A eso hemos venido, camarada!