No estoy enfadado. Lo que se dice enfadar, me enfada que mis hijos se peleen en el baño mientras se lavan los dientes antes de acostarse, diez segundos después de haberles advertido por enésima vez que ni se les ocurriera "montarla"
¿Que parezco molesto? En absoluto. Le evaluaré con precisión mi estado de ánimo. Lo que se dice molestar, me molesta el volumen un poco alto del televisor. No estoy alterado. Lo que se dice alterar, me altera el zumbido de un mosquito que pasa junto al oído y me despierta súbitamente en medio de la madrugada y el placentero discurrir del sueño –y aún más verme escrutando el dormitorio calzoncillo en mano, palmo a palmo, en busca del insecto–. No estoy enfadado. Lo que se dice enfadar, me enfada que mis hijos se peleen en el baño mientras se lavan los dientes antes de acostarse, diez segundos después de haberles advertido por enésima vez que ni se les ocurriera "montarla" –so pena de duro castigo– al entrar juntos al baño para lavarse los dientes. No estoy irritado. Lo que se dice irritarse, me irrita soberanamente que mi equipo pierda contra el eterno rival con un gol del más impresentable de sus jugadores en el último minuto del encuentro.
Que un tipo que está conmigo, a mi lado o en frente de mí, coma con la boca abierta, me descompone, me revienta, resetea mi filantropía natural, dando paso a un Mr. Hyde particularmente violento, me llega a producir dolor físico, de cólico nefrítico agudo y punzante. El ruido de gorgoritos y borbotones en el trasiego de sopa desde la cuchara hasta la boca me eriza el vello, el chirriar de los dientes, los chasquidos de la lengua, el crepitar de los alimentos crujientes y rebozados, los ruiditos extraños, inimitables, que surgen de la caverna, y, sobre todo, esa mezcla de saliva y comida triturada, reducida a una pasta irreconocible, que circula por el interior de la boca, cubriendo la lengua, manchando el paladar, desplazándose de un carrillo al otro, con ese abominable sonido húmedo y pringoso, como de ir pisando charcos, hace que se me abran las carnes. ¿Me he explicado claramente? ¿He sido suficientemente gráfico? Ya veo que sí. Sin embargo, hay una cosa, sólo una, que aún me produce mayor horror. Y es que alguien se quede en las expresadas circunstancias con la boca abierta, inmóvil y pasmado, mostrándome el nauseabundo puré de un bocado cien veces masticado y pendiente de desaparecer, por ser más explícito ¡tiremos de vehemencia!, que alguien me exhiba el que hace un instante era un vistoso canapé sobre una blonda de papel en una bandeja de alpaca convertido treinta segundos después en un vómito de besamel, huevo y jamón desparramado irregularmente sobre su carnosa lengua. Siento que me arrancaran las uñas con unos alicates. Y es una pena, de veras, porque usted es un buen hombre y un magnífico conversador, pero no puedo soportar tanto dolor. Así que permítame que alce mi copa y brinde enérgicamente con su garganta.