Pi soñó que una serpiente albina se deslizaba sobre él y, cuando sintió la sutil respiración en su pecho, la atrapó por la cabeza. Antes de arrojarla lejos de sí, ella le enseñó sus colmillos afilados y la caverna rosada de su boca lanzándole la ponzoña en el rostro.
I
«Me dijo el maestro zen Ejo Tanaka: Cuando estás lejos ves inmensa a la montaña. Cuando estás en su cima, no la ves». Al leer esto en el facebook de Iván Humanes, Pi, que siempre había vivido en la llanura y visto su líquida semejanza, el mar, sintió curiosidad por conocer una montaña. Movido por ella, al día siguiente se encaminó hacia el Oeste, hacia esa línea blanca que brillaba en el horizonte y que alguien le había dicho que era la cordillera. «Desde aquí no parece que el maestro tenga razón», se dijo Pi que, a medida que se acercaba, veía cómo aquella ligera ondulación al final de la planicie se agrandaba y que al llegar ante ella se alzaba como una duna o una ola insalvable. Aun así la trepó y cuando dejó de verla tuvo la misma sensación de infinitud que le causaban la llanura y el mar. «Desde la cima no ves la montaña», se dijo, «pero ves su abismo».
II
Pi soñó que una serpiente albina se deslizaba sobre él y, cuando sintió la sutil respiración en su pecho, la atrapó por la cabeza. Antes de arrojarla lejos de sí, ella le enseñó sus colmillos afilados y la caverna rosada de su boca lanzándole la ponzoña en el rostro. Pi despertó y, ante el espejo, no supo discernir si sus mejillas mojadas ardían por el veneno o por sus lágrimas. Dos meses más tarde, Pi leyó en el periódico que un hombre había muerto en su cama a causa de la mordedura de una serpiente. Junto al cadáver desnudo del desdichado encontraron también restos de semen y la ropa interior de una mujer.
III
Pi soñó que entraba en un bosque y se recostaba en el tronco de un viejo árbol. Apenas lo hubo hecho, una avecilla blanca se posó en él y con su dulce cucu cucu lo arrulló adormeciéndolo de gozo hasta que sintió un fuerte dolor en el pecho. Pi, que en ese momento entraba en el bosque, se vio recostado en el tronco de un viejo árbol con el corazón comido a picotazos. Pi huyó asustado y entró en un bosque donde se vio recostado en el tronco de un viejo árbol en cuya copa decenas de avecillas blancas de piquitos rojos revoloteaban cantando, como si lo llamaran, cucu cucu. Pi entró en un bosque…
IV
A medianoche, aún perturbado por un sueño tenido noches atrás que no lograba recordar, Pi salió a la terraza. Las estrellas parecían flotar en la infinita oscuridad que descendía sobre la mitad del mundo serenándolo todo, aquietando hasta el más mínimo impulso o desasosiego de las cosas. Durante un largo rato Pi se entregó a esa quietud y dejó que su mirada viajara como una nave extraviada por el negro espacio donde las estrellas flotaban como medusas fosforescentes en el océano. Aspiró el aire cargado de los olores a pino y a tierra mojados por la lluvia de la pasada tormenta, bebió unos tragos de whisky, escribió un poema que luego lanzó a la noche y, finalmente, volvió a entregarse a la inmovilidad con los ojos fijos en el cielo. Al cabo, entró en la casa. Se acostó y la estela sonora que dejaban tras de sí los coches que rodaban por la autovía que cruzaba el valle lo fue adormeciendo con el fluir artificial de un río futuro.
Al levantarse a la mañana siguiente, Pi observó que el paisaje era distinto. Por la noche, el mar había avanzado hasta casi tocar su casa y una extensa playa de arena se extendía ahora a uno y otro lado de ella adentrándose en el pinar. Salvo el batir de las olas y el chillido de las gaviotas no se oía nada más. Pi caminó hasta la orilla, hasta la frontera marcada por la marea, y vio junto a un negro peñasco bañado de espuma los restos de un naufragio. Los olvidos de la resaca le resultaron extraños y, removiéndolos, atrajo su atención una botella cubierta con una costra de conchillas, como la que se forma en los cascos de los barcos después de mucho navegar o en el cuerpo transatlántico de las ballenas. Pi la abrió y con cierta dificultad extrajo de ella un rollito de papel, arrugado y amarillento como la piel de un animal prehistórico, y en el leyó un poema que alguien había escrito catorce siglos atrás.
V
Como cada mañana, Pi se encaminó hacia la playa a esperar la salida del sol. Ignoraba que ese día todo cuanto había vivido, todo cuanto había amado y detestado, todo cuanto había gozado y sufrido, se abismaría en el horizonte. En la infinita línea que cifraba su nombre. Ni siquiera percibió que algo se alterara, cuando un puñal de hielo penetró en su pecho abriéndole una herida por la que empezaron a huir sus sensaciones y emociones dejándolo inerte. Un esqueleto indiferente al futuro de la carne. Nada pareció ocurrir, sin embargo. Su conciencia siguió viva y atenta a la inteligencia del mundo mientras su yo sucumbía a una corriente que lo arrastraba a un estado ajeno a la felicidad y a la tristeza.
Frente al mar, Pi se desnudó y dejó que la claridad del amanecer incendiara su piel, que la arena se desgranara bajo sus pies, que sus recuerdos se deshicieran y su memoria se entregara al flujo y reflujo del mar. Ante sus ojos, una miríada de reflejos flotaba sobre las aguas. En el aire, centenares de voces vibraban con débil intensidad y, entre ellas, casi apagada por costras de tiempo, una voz conocida latía con la pregunta. ¿En qué piensas? Pero Pi ya no tenía voz para responder y sus pensamientos se iban con la marea.