Estaba anocheciendo, yo escribía un relato en el ordenador, los niños jugaban en el cuarto de al lado, la puerta entornada. Mi hijo pequeño le riñó a su amigo porque el día anterior había dejado un destornillador en la caja de los juguetes:
—Eso no se hace —le dijo—, no ves que se desmontan solos.
Me pareció muy ingenioso, y sonreí automáticamente porque lo había dicho mi hijo, pero un instante después lo sentí como un mazazo. Pensé que yo escribía porque me había convertido en mi propio juguete: jugaba conmigo mismo y luego les contaba a los lectores el resultado de mis juegos. Yo era como un robot simplón, me había encerrado en mi cuarto, había tirado la llave por debajo de la puerta y me consideraba muy listo porque debajo de mis pliegues metálicos había escondido un destornillador para hurgar en la cerradura. Hasta que oí a mi hijo riñendo a su amigo no había comprendido para qué servía realmente el destornillador. Borré lo que estaba escribiendo y puse en la pantalla:
Soledad
Solo
Era el poema más corto que había escrito en mi vida. Me gustaba, pero sentía que le faltaba algo y quise perfeccionarlo. Cambié la palabra Solo, por la palabra Yo. Pero sonaba demasiado ampuloso, como si dijera: Yo soy la soledad; qué pedante, y volví a poner Solo, sin más. Estaba retrocediendo al original, eso me disgusta, y quise aportar un elemento nuevo. A la palabra Solo le puse detrás un punto. Solo. Nada más verlo, ya me gustaba ese punto. Ese punto impedía que a Solo se le añadieran más palabras, lo acorralaba, lo dejaba mucho más solo que con un espacio vacío a continuación. Gracias a ese punto nadie ni nada podía entrar en esa soledad. Eso me llevó a pensar en una soledad más cruel, la que carece de esperanzas. Mi propia soledad. Entonces rescaté la palabra Yo, de Yo soy la soledad, y la encerré entre dos solos: Solo yo solo. Luego, por pura compasión, le puse un acento al primer solo, así: Sólo, para que significara solamente y de esta manera dejar que ese Yo se hiciera ilusiones de que uno de los dos Solos que le aprisionaba era otro, y no él mismo. Una soledad desesperanzada cuyo único consuelo es una mentira piadosa. Quedó así:
Soledad
Sólo yo solo.
A mi mujer le encantó, pero en un primer momento no se hizo cargo de que después de eso yo ya no podría escribir nada más. Y quién sabe cuántas cosas más no podría volver a hacer. Dos días después caí enfermo, empecé a perder la cabeza, deliraba, lloraba, me asomaba en exceso a la ventana y, por consejo del médico, acepté que me internaran en este pabellón para una cura de sueño. Fue un error. Yo pedí que me encerraran porque era un juguete roto que creía en los avances científicos y técnicos. Esperaba que me dieran un destornillador eléctrico que también fuera atornillador. Pero estoy solo. Sólo yo solo. Y lo único que hacen es darme pastillas. Pastillas como círculos viciosos.
¿Por qué me dan tantas pastillas? ¿Qué saben las pastillas de la angustia que provoca no sentirse angustiado? ¿Saben las pastillas por qué duele?¿Responderán las pastillas a mis preguntas esenciales si me tomo una cada cuatro horas? ¿O tendré que tomármelas todas para averiguarlo? ¿Qué pasaría si alguien inventa la Pastilla Total: te la tomas una vez en la vida y ya está? ¿Y qué pasa si te equivocas?
Las pastillas me dejan un agujero, son un engaño... un simple aplazamiento.
Yo me peino.
Con los dedos.
Y me tomo mi tiempo.
Les he preguntado a los cuidadores porqué no les dan peines a los locos si es obvio que al mejorar su aspecto mejorará también su enfermedad. Me han dicho que no entiendo nada. Me han preguntado si aceptaría que un loco armado con un peine se me acercara con la intención de peinarme a su gusto. Yo les he respondido preguntándoles porqué cada vez que les hago una pregunta se empeñan en responderla. Se han reído de mí, me han despeinado y, como ya me conocen, me han amenazado con degradarme de loco a enfermo mental. Me irrita que no acepten reclamaciones. Yo no soy un enfermo mental. No necesito una montaña de pastillas que me arrojen al abismo para rescatarme en el último momento. Yo estoy loco, de locura clásica, genérica, sin determinación, sin remisión. Pero no estoy enajenado. Yo soy yo. Yo me siento. Yo no me he vuelto loco, yo siempre he sido así. Siempre he reivindicado el derecho de cada cual a su propio planeta. Un planeta de lágrimas, un planeta de gritos, un planeta con una sola lengua, con una única palabra, y que ésta sea: Soledad. Un planeta donde poder arrancarte la piel a tiras, y con tiendas abiertas las veinticuatro horas con carteles luminosos que dicen: Se venden tiras de piel de repuesto.
Todo clava sus fauces en mí.
Estoy desequilibrado hacia el dolor desde el primer pensamiento del día hasta el último pensamiento de la noche, y después también en los sueños, todos ellos pesadillas. Amanezco aterrado, y vuelta a empezar. Un día tras otro. Sin tregua. Es agotador. Y duele.
Todos los suicidios son en defensa propia.
Pero ya basta de explicaciones. Poder explicar algo no significa tener control sobre ello. Puede que incluso perjudique. Las explicaciones son trucos. Las explicaciones agreden.
Me estoy quedando con el alma en los huesos.
Francisco Taboada
Blog Palabras dactilares
Foto: Paula Arranz