La casualidad ha querido que coincidan en las carteleras españolas Frances Ha y Oh Boy; aunque distantes en origen, dos películas mellizas, casi siamesas, breves –su duración no llega a la hora y media– que se dirían creadas para conformar una interesante sesión doble. Rodadas en blanco y negro con espíritu independiente en un ambiente urbano –Nueva York, con una breve escala en París, y Berlín, respectivamente–, con cuidadas, trabajadas, bandas sonoras –con visibles guiños a George Delerue, autor emblemático de la Nouvelle Vague, la Nueva Ola francesa, aunque basada en el pop-rock la una; forjada en el jazz la otra– ambas se centran en las circunstancias de dos jóvenes inconformistas cuya actitud vital les plantea serios problemas de encaje con la realidad y con las expectativas que parece ofrecerles la sociedad en la que habitan.
Seres no aptos para entablar relaciones sentimentales significativas –la protagonista de Frances Ha se autodefine en repetidas ocasiones como undateable, como alguien incapacitada para las citas amorosas (el término es traducido en la versión subtitulada de forma libérrima como “espantapájaros”), más allá de la relación platónica que mantiene con la compañera de estudios con la que comparte vivienda y cuyo traslado a un barrio más caro sirve de motor a la acción–, refractarios a las exigencias del mercado laboral, distanciados de sus padres, a quienes vemos embarcados en una huida hacia adelante.
Hasta aquí las similitudes, porque, si bien la protagonista absoluta de Frances Ha tiene sus ambiciones profesionales fijadas en la danza y su perfil es activo, apasionado, exuberante y career-oriented –su principal objetivo es insistir y triunfar profesionalmente en la difícil disciplina que ha elegido-, el del protagonista de Oh Boy –protagonizado por Tom Schilling bajo la dirección de Jan Ole Gerster–, por el contrario, es lacónico y nihilista; solo parece ser capaz de identificar lo que no quiere. Un reflejo ligeramente estereotipado, quizás, de las dos ciudades y de las culturas que uno y otro encarnan.
Mientras aquella –protagonizada por Greta Gerwig, a la vez coautora del guión junto con su marido, el director Noah Baumbach– ejerce como protagonista absoluta equipada con una gracia –plasmada tanto en su carácter como en su expresión física– un tanto goofy, fundada en una torpeza voluntariosa y desinhibida llamada a despertar una simpatía no exenta de irritación, que remite al slapstick; el otro desde su circunspección actúa más bien como testigo indolente, como correa de transmisión de las miserias de quienes se encuentra a su alrededor –una actor en paro, una antigua compañera de colegio traumatizada por una infancia con sobrepeso de la que, curiosamente, busca redimirse a través de la danza- así como del trágico pasado de su propia ciudad –el nazismo se le aparece representado primero como farsa y luego como un vestigio de cruda realidad a punto de disolverse para siempre–.
Dos películas que, desde perspectivas distintas, reflejan la precariedad, la incertidumbre, la creciente desesperanza en la que se desenvuelven los jóvenes en la actual sociedad occidental –en ambas ocupan un rol destacado las mudanzas entre viviendas- y la creciente dificultad para conciliar sus aspiraciones a una realidad cada vez más cruda y descarnada.
O, si se prefiere, una doble sesión sobre la exaltación de la inmadurez, como sentenciaría un aguafiestas.