Se besan a gritos, se ofrecen tabaco a gritos, se masturban y follan a gritos, se beben la noche a gritos ...
Vienen juntos a la discoteca latina. Ahmed, Carla, Pilar, José, Pinél, Dalia, Carmen, Efraín, Dalmacio, Oscar, Matilda, Nely...
No pasan de los dieciséis años ninguno. Llevan, ellos, pantalones vaqueros y camisas floreadas, cintas cubriéndose la cabeza o el pelo rapado, según. Ellas, lucen ausencia de falda, si así se puede decir porque les cubre el corto espacio de una braguita, que suele asomar en su fosfórico rojo o verde como un semáforo, pelo largo, y unas blusas anchas donde se remarca la inexistencia de la manga y la brillantez de las tetas que se ven con toda nitidez.
Vienen tapando la calle conscientemente. Hablando a gritos, algunos, los machotes del grupo, dejando ver el brillo de las navajas en el bolsillo del pantalón, otros, los que adoptan el rol de románticos, abrazados a la niña de turno, la polla hinchada y visible a través del citado pantalón y las manos en el rojo fosforito ya señalizado.
Se besan a gritos, se ofrecen tabaco a gritos, se masturban y follan a gritos, se beben la noche a gritos.
También se pegan a gritos. Sacan las navajas como si violaran la acera. Primero se insultan. Luego se empujan. Después ellas gritan, los llaman por su nombre, los tocan en el hombro, los excitan aún más, se humedecen de posibilidades, de violencia, de deseo de ser protagonistas de la noche. Luego se despierta la facilidad de la sangre. Herir es fácil.
Basta abalanzarse sobre el otro como si te dejaras caer. Y hundirse suavemente en su brazo, en su espalda, en su vientre.
No es necesario más.
Ahmed, Carla, Pilar, José, Pinél, Dalia, Carmen, Efraín, Dalmacio, Oscar, Matilda, Nely, tienen su minuto de gloria.
Se oye el aullido de las sirenas.
Corren. Estampida. La calle desierta salvo el charco en la acera y alguien inútil para los héroes, útil para las estadísticas, en el suelo, recostado contra la pared. Y “no es nada, no es nada, que tropecé”, el sentido del grupo cuando piden la documentación, el DNI, “los papeles”. Que no tienen. Nunca tuvieron papeles. Solo tuvieron noche. Para bebérsela, a bocanadas, a navajazos, a soledad, a huida. Y que no le cojan, que no le detengan, que no se sepa quién ha sido, porque es más que la herida, más que la sangre, más que la violencia, más que ese dolor quemante del brazo, del muslo; es otro como él. Ojos iguales. Brillando en la oscuridad. Compactos y cómplices en una ciudad indiferente a nombrarlos a cada uno. Que sólo sabe que ellos ocupan la acera y gritan. Y así dan miedo y se salvan del miedo que tienen.
Cuando se marcha el celular de la pareja regresan. Clandestinos y ocultos. Sigilosos. Turbios de noche. Por las esquinas, lentos, en grupos pequeños. Como si no hubieran llegado antes, como si acabaran de aparecer. Como si no fuera con ellos el charco. Callados al principio, iris que miran al sesgo, detrás, volviéndose cada poco, balanceando los cuerpos, ajustándolos a la danza del nunca sucedió.
Y se ponen en fila. Abren la discoteca. Alzan las voces. Esperan.
Después entran y solo se oye en la calle el rumor sordo del grupo que parece no haber existido jamás.