La visión que ofrece del ser humano resulta descarnada, quizá porque no estamos acostumbrados a que el cine se esfuerce por mostrarnos tal como somos, sin idealizaciones ...
Leí en cierta ocasión que Viena era como una acogedora casa, hermosa, pulcra, distinguida, en la que había una habitación siempre cerrada, a la que estaba vedado el acceso. Una paradoja en la que, de un modo u otro, hace ya tiempo que hurgan los artistas e intelectuales austríacos a través de la cruda –cuando no corrosiva– visión de su sociedad que a menudo ofrecen en sus obras y que, en no pocos casos provoca cierto escándalo en las mentes bienpensantes. A la tradición de los Bernhard, Jelinek o Haneke se ha sumado recientemente Ulrich Seidl, el director de cine –y escritor– responsable de la trilogía Paraíso: Amor, Fe y Esperanza. Tres películas protagonizadas por tres mujeres emparentadas: dos hermanas y la hija de una de ellas, cuyo móvil es la búsqueda de la felicidad a través del amor.
Así, en Paraíso: Amor asistimos a la búsqueda por parte de su protagonista, una mujer madura de vacaciones en Kenya, del amor a través de los jóvenes africanos que ofrecen servicios sexuales a las turistas. La película indaga de forma descarnada, explícita, en la explotación mutua entre ricos y pobres: juventud y sexo a cambio de dinero, si bien envuelto en un breve cortejo a modo de espejismo cuyo inevitable desvanecimiento brindará amargura.
En Paraíso: Fe, la protagonista –hermana de la anterior– vuelca todas sus necesidades afectivas en la religión católica a la que se entrega por medio de la privación, la represión, el proselitismo y el autocastigo. Todo los esfuerzos de su claustrofóbica vida van dirigidos de una manera obsesiva a difundir el ejemplo de la Virgen y a recibir el amor de Jesucristo, lo que le lleva a maltratar a su marido, un musulmán postrado en una silla de ruedas.
La última película de la serie, Paraíso: Esperanza, nos muestra a una adolescente, la hija de la mujer que se halla en Kenya, que suspira por un amor imposible: el del médico –mucho mayor que ella– de un campamento de verano para jóvenes con sobrepeso en el que ha sido internada. A diferencia de las otras dos películas, protagonizadas por mujeres maduras, al tratarse en este caso de una niña entregada a su primer amor, resulta la entrega menos sórdida de la trilogía.
El método de rodaje empleado por Seidl responde a un decálogo de reglas propio que guarda ciertas semejanzas con el Manifiesto Dogma: un estilo a medio camino entre la ficción y el documental, rodado en riguroso orden cronológico en localizaciones reales, abierto a la improvisación, en el que los actores miran en ocasiones a la cámara, sin acompañamiento musical salvo que éste forme parte de la propia acción, etc. El resultado es un cine naturalista, sobrio, que transmite una gran sensación de proximidad y que, en apariencia, huye de toda impostura.
La visión que ofrece del ser humano resulta descarnada, quizá porque no estamos acostumbrados a que el cine se esfuerce por mostrarnos tal como somos, sin idealizaciones. El móvil de Seidl es tratar de plasmar la realidad, sin artificios. Pero a la postre, sus personajes despiertan cierta compasión, extraviados como están en su búsqueda, arrastrando en ella a otras personas, actuando por tanto como víctimas y verdugos. Pese a sus esfuerzos por no resignarse, para las dos hermanas la suerte parece echada. La esperanza reside en la hija. Pese a las trabas, ejemplificadas en su obesidad, en su fijación en un amor imposible, desde su juventud el paraíso sigue siendo una aspiración real para ella.
Para su próximo proyecto, Ulrich Seidl parece haberse propuesto ir al fondo del asunto y explorar sin ambages qué es lo que guardan los austríacos en esas misteriosas habitaciones clausuradas para el visitante. A tal fin se inspirará en casos reales como los de la joven Natasha Kampusch, que permaneció secuestrada durante ocho años, o el de Josef Fritzl, quien tuvo encerrada a su hija durante veinte años y con la que tuvo siete hijos.