En el fondo de la balda brilla, con luz de caramelo, el minarete de una botella de brandy. Me da la espalda y me ofrece como única seña de identidad su denominación de origen, una etiqueta borrosa que lee mi memoria. Cinco Torres Cinco: Bodegas Torres contribuye a la conservación de los bosques del Penedès y del águila perdiguera. Me pregunto si le pondrán al águila perdiguera un barrilito como a los San Bernardo. Estaría bien, si funciona pueden hacer lo mismo con los delfines y así tendremos suministro por tierra, mar y aire. Lo necesitamos. ¿Acaso no somos los borrachos una especie protegida?, le pregunto al que me vigila a través del culo del vaso. Me suena esa mirada. Son mis ojos reflejados. Qué cosa… Escucho con nitidez el ronroneo de mis tripas macerando alcohol. Es el mantra del gusano deslizándose por el serpentín hasta llegar al gota a gota, gota a gota. Don Juan Torres, siglo trece, mis respetos. Gracias a Dios por haberte ungido, por iluminarte y guiarte a esa patria universal que es la destilería de tu nombre. Gracias y mil gracias por compartir con nosotros tu alegría, vida mía, amen. Yo te amo a ti y a José Cuervo, mi chamán. Su magia hace que mi cuerpo mengüe. Me precipito hacia el interior del vaso, me sujeto al borde del cristal… me suelto… me sumerjo y nado, eterno, como pez de tequila.
Por poco —dice una voz.
Pestañeo. Hay un corte Buñuel atravesando mi mirada. Tengo el vaso metido en el ojo, joder...
¡Qué pasa! —le digo a la voz, que tiene una cara, la de Fernando, con el paño blanco en la mano puliendo una copa.
Casi te caes dentro del vaso, mejor si te sientas en una mesa.
Y tú mejor si limpias un poco menos la cristalería, guate —le digo con acento de Sonora—, los vasos reflejan tanto la luS que provocan en la clientela serias aluSinaSiones.
Deberías dejar de tener el acento de la bebida que tomas. Por menos que eso encierran a la gente.
Lo hago por devoción, carnal. Un aguacate como tú debería comprenderlo. Y no me menciones a la gente que encierra a la gente porque todos esos deberían estar encerrados. ¿No es un poco temprano para la tajada que llevo? ¿Qué hora es?
—Falta poco para las nueve. ¿Quieres que te ponga un café, te cambio la copa?
No, no, al revés. Un tequila, y que sea triple.
Hombre, Miguel...
Tú no lo entiendes, tengo que estar mamado perdido antes de una hora. O perderé mi trabajo.
No quiero meterme, no sé exactamente en que trabajas...
Cierro tratos, con empresarios extranjeros, y luego los llevo por ahí. De putas, de farra, de drogas o de conversación culta y cultivada, que también los hay. Trabajo a jornal, no recibo ni comisiones ni nada.
¿Y no temes que te despidan si te ven así?
Me despedirán si no estoy así. Verás, a mí estuvieron a punto de despedirme hace más o menos una década, cuando mi empresa iba a ser absorbida por un grupo japonés. Fue horrible, ocho meses de tortura y desconcierto. La amenaza de despido me sacó de quicio, me había esforzado mucho, y me dio por beber. Hasta entonces yo era un mediocre y gracia al frasco en vez de despedirme me ascendieron. Fue a cuenta de una reunión con el jefe de negociado japonés. Había unos contratos que si no se firmaban iban a representar el cierre de mi departamento. Esa tarde yo tenía los nervios destrozados, me había bebido en una hora cuatro de las cinco torres que viene en un Torres 5. Sudaba hasta por las orejas. A pesar de que no tenía nivel para estar en la reunión, irrumpí en la sala de juntas, me planté delante del japonés y le canté las cuarenta en inglés macarrón: le dije que nos estaba haciendo perder el tiempo, que teníamos cosas mejores que hacer que soportar sus dudas y sus cavilaciones y que si no firmaba inmediatamente se podía volver a Japón a pie, o nadando, yo no le iba a pagar el billete de avión. Al japonés le encantó, firmó, muerto de risa, y dijo que yo era allí el único que entendía de negocios. Eso me dijeron, porque yo luego no me acordaba de nada. Al final cerraron mi departamento y entré en Negociados. Han pasado diez largos años y no recuerdo ninguno de los tratos que se supone que he cerrado. Al día siguiente de cada trato me informan en la oficina de cómo fue la cosa. Así de sencillo.
¿Y les llevas por ahí, por la ciudad, en estas condiciones?
Y empeorando. Pero soy un profesional, yo no me caigo, quitando en mi casa y aquí, por la familiaridad. Tampoco me derrapa la lengua ni doy bandazos. Dicen los clientes que soy encantador, seductor, ingenioso... Si prueban una vez, repiten. Piden firmar exclusivamente conmigo, por el acto de la firma. Y por la salida, claro. También hay muchas asperezas que limar durante la borrachera, en este negocio nunca se descansa, y yo limo muy bien. Con autoridad. Dicen. Además durante la juerga arraso por donde voy y eso les hace sentirse seguros. Se desenfrenan, no sabes hasta dónde... Yo lo sé por las facturas, ya te digo que no me acuerdo.
Joder, yo me quejo de mi trabajo, pero el tuyo...
Fastidia un poco la salud, por lo demás está bien. Piensa que no voy casi nunca a la empresa. Las mañanas son sagradas, de resaca, después de comer me envían a casa los informes de los clientes y por la noche me emborracho para tratar con ellos. Como no lo recuerdo, se puede decir que mi jornada laboral no existe. Tampoco está tan mal.
Miro el reloj. Me incorporo con decisión el triple tequila. Agua de fuego, literal. La cara de Fernando se distorsiona ante mí. Estoy preparado, listo. Le pago, y me despido agitando mi lindo sombrero mexicano. Al salir por la puerta, le veo arrojar su tónica en la fregadera y servirse un buen lingotazo de vodka. Ya no es joven, pero el tovarisch tiene derecho a progresar. ¡Nasdrovia!