Todos los charcos de Javier Menéndez Llamazares es un libro ameno, bien escrito, que habla de las cosas cercanas, con cierta ironía, con un humor que cautiva por su aparente ligereza y donde lo que cuenta se muestra con una escritura que toca todos los palos. El lector, además, llega a pensar que el autor le habla de la poesía, de la política, de la vida cotidiana, del amor por el fútbol, de las relaciones personales o de las familiares, por ejemplo, así como de lo que pasa en el mundo, en un diálogo relajado que un día se transcribió sin más, con maestría, al papel.
Todos los charcos es un libro divertido que oscila entre el cuento, la columna de prensa y la reflexión más detenida, y muestra la visión y las experiencias del autor sobre un pasado y un presente donde se valoran las pequeñas cosas cotidianas. En las historias que escribe Javier Menéndez Llamazares, las anécdotas, los recuerdos, los instantes agradables de la vida muestran una mirada generacional y presentan una biográfica cercana donde la literatura se mezcla con la vida.
Todos los charcos es un libro recomendable para todo tipo de lectores, pero especialmente válido e interesante para los que prefieren la vida a la literatura y quieran pasar un buen rato con un libro entre sus manos.
CONTRAPORTADA
Este libro toca todos los palos –de san Agustín, al futbolista Zigic; de la fe, a la erótica de las gafas; de la cultura económica, a la duda de si se liga o no en las bibliotecas...– y se hace preguntas profundas –¿cuándo llegará la revolución social?– y ligeras –¿qué hay debajo de las faldas?–. Y lo hace de manera distendida, con estilo llano y directo, porque su autor no se considera un intelectual, sino un ser apasionado por la Literatura a cuyo ejercicio se dedica en cuerpo y alma, pero sin resignarse a perder esas pequeñas cosas de la vida que tanto contribuyen a la felicidad.
«¿Intelectual? –se pregunta–. Nada de eso; a mí me gusta pisar todos los charcos, perder el tiempo, pasar el rato... Charlar con los amigos y conocer a alguno nuevo. Dar vueltas por la playa, jugar al fútbol con el niño, ver partidos de baloncesto. Tirar piedras a la orilla de un río. Hablar por teléfono, decir chorradas intrascendentes, olvidarme de las fechas señaladas.
Cocinar pizzas caseras, comer con los dedos, aprenderme los diálogos de los Hermanos Marx. Leer a Boris Vian y a Roland Topor, llamar a los timbres, andar en bicicleta.
Cantar canciones malas de Siniestro Total, jugar a la pleisteision, caminar sobre el alambre (bueno, mi hijo y yo lo hacemos más bien sobre los bordillos de las aceras, pero le llamamos «el alambre»).
Si para ser escritor tengo que olvidar alguna de estas cosas... no sé, no sé».