Esta vez el sueño dominó a la realidad y supe que había caído en el corazón de la pesadilla. Subí y subí hasta que, antes de llegar a la cima y cuando la angustia iba estallar dentro de mí ...
Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik
El más anciano del concejo contaba que, en tiempos de los padres de los padres de la tribu, se oyeron en las montañas sordos y violentos ruidos que hacían estremecer la tierra, como si los espíritus libraran una feroz batalla. Cuando, después de muchas lunas, todo cesó y la paz pareció reinar de nuevo, la tribu subió a las cimas y entre ellas vio un nuevo valle en lo hondo de una larga y profunda grieta abierta en la piedra. El vértigo que la tribu sintió al borde del abismo produjo en ella un oscuro temor y pocos fueron los que desde entonces se animaban a asomarse a él. Cierta noche, de mucho tiempo después, la machi, que regresaba a la tribu con su carga de hierbas y animales bordeando el farallón, vio segmentos de luz que se desplazaban por el fondo del valle y se perdían por un extremo u otro del mismo. La hechicera, acaso embargada por el temor, dejó caer la carga y la perdió de vista hasta que un pequeño destello le indicó que un haz de luz la había devorado. La hechicera comprendió que el malvado Walichú o los dioses que habitaban con él exigían a la tribu un tributo mayor. Así se lo dijo al concejo y los ancianos dispusieron que, en la noche más breve del año, un joven de la tribu fuera despeñado desde las alturas como ofrenda a los dioses, para que no volviesen a hacer temblar la tierra.
En diciembre de 2010 viajé al sur siguiendo la carretera en cuya construcción había trabajado durante dos años como empleado de la empresa que, recientemente, me había despedido. El veinticuatro alcancé las primeras estribaciones de la cordillera andina con la intención de pasar Navidad en el primer pueblo que encontrara. Pero, como llegó la noche sin que hubiera dado con alguno, a pesar de la oscuridad y lo inhóspito del territorio, continué adentrándome en el territorio de los mapuches. La carretera era recta y ancha, pero al discurrir encajonada entre los altos farallones esculpidos por la dinamita parecía muy estrecha y los faros de los vehículos que venían en dirección opuesta deslumbraban y daban la impresión de echarse encima. Deseé salir cuanto antes de aquel tramo incómodo, pero, antes de conseguirlo, algo semejante a una brutal turbulencia golpeó contra el coche y una luz frontal me cegó por unos instantes. Pensé que había atropellado un animal. Me detuve y retrocedí hasta el lugar del impacto. Nada. Ni animal ni huella de golpe en el coche. Pero el eco de un grito me quedó zumbando en los oídos.
Después de dos semanas, el zumbido desapareció y todo pareció volver a la normalidad. Empezaba a olvidarme del incidente cuando, un día al anochecer, como un diminuto relámpago visto a lo lejos, volví a oír el grito. Su sonido parecía comprimido en decenas de otros gritos que al final liberaban dentro de mí un dolor hondo, como, quizás, produce el alma al desgarrarse del cuerpo. Fue una sensación muy breve, pero lo suficientemente intensa como para que abatiera mi ánimo.
Semanas más tarde, cuando parecía que la sensación se había diluido, el grito volvió en forma de sueño. También fue breve e intenso. Me vi asomado a un precipicio y luego, asustado, huyendo en la oscuridad. Desperté agitado y sudoroso y, por unos instantes, me pareció que los muebles de la habitación prolongaban el paisaje soñado. Aunque el sueño no se repitiera en varias noches, no dejé de sentir su latencia en ningún instante. Lo sentía agazapado en algún lugar de mi conciencia, pronto a devolverme a otra realidad extraña al mundo.
No tuve que esperar muchas noches para que esto sucediera. Trepaba una montaña por un sendero escarpado e iba medio desnudo, con el cuerpo engrasado. Esta vez el sueño dominó a la realidad y supe que había caído en el corazón de la pesadilla. Subí y subí hasta que, antes de llegar a la cima y cuando la angustia iba estallar dentro de mí, la lluvia me devolvió al día. En éste, como en los anteriores, salí a buscar trabajo con el mismo resultado. Pasar cada jornada visitando empresas y enviando currículos de modo mecánico y sin motivación hacía que la frustración y el desacuerdo con el mundo crecieran en mí. El sueño no era mejor que la vigilia, pero la noche parecía rescatarme del fracaso y del sinsentido cotidiano. Había caído en la trampa. Nada podía hacer para huir de ella y la angustia me atravesaba con una certidumbre cada vez más insoportable.
En las dos o tres semanas siguientes no soñé, pero varias noches desperté agitado, como si hubiera estado huyendo de algo o de alguien. Pasados unos días, todo lo que me rodeaba empezó a hacerse borroso, como si entrara en un entresueño y fuera cayendo en una noche espesa. Cuando al fin desperté, con un mal sabor en la boca, una anciana me refrescaba la frente con piedras de hielo envueltas en trapos y me tocaba la cabeza con una rama de araucaria. Por un momento ella y el lugar me fueron extraños y quise levantarme. La anciana lo impidió poniendo su mano huesuda sobre mi pecho. De no hacerlo, tampoco hubiera podido. Mi cuerpo estaba exhausto y mi conciencia sumida en un denso sopor. Aun en ese estado reconocí en la voz de la machi el zumbido, el antiguo rumor que me había mantenido sujeto al mundo de los vivos. «Walichú ha hecho temblar la tierra», la oí decir. Entonces lo comprendí todo. Ahora sabía lo que eso significaba. Sabía que sólo al elegido le era concedida la ilusión de vivir en el mundo de los dioses. Sabía que esa breve noche de plenilunio ascendería a la cima de la montaña y desde allí, la machi, con el temeroso asentimiento de los ancianos de la tribu, me arrojaría al fondo del valle sagrado para calmar la furia de Walichú. Era yo ese elegido a quien ahora llevaban desnudo al sacrificio. Era yo consagrando la realidad del sueño.
Asciendo la montaña y en el sebo de potro con que han untado mi cuerpo reconozco el olor degradado de la muerte. Me sitúan al borde del abismo, en cuyo fondo veo los haces de luz de los dioses ir y venir trazando las líneas de una secreta escritura que está más allá de lo humano. El terror despierta el instinto y retrocedo. Mas, ya es tarde. Los dedos de la machi me tocan y caigo. El grito es una cuerda umbilical que me ata al origen mientras penetro en las napas de la oscuridad. El grito triza el silencio y, ante la ausencia del barquero, atravieso el líquido curso de las sombras. La negra frontera tras la cual la memoria se remansa en espera del olvido. En ese ¿lugar? está todo el pasado. Todas las vidas que laten simultáneas y discernibles fuera del tiempo hasta el instante en que, el que soy, vuelve a la luz del mundo.