Así, esta plaza, de la que dicen que tiene más de dos mil años, ofrece en su extremo un a modo de brillante y gran laguna como presentó en su momento montañas de haces de leña o carromatos y puestos de frutas: la posmodernidad lo limpia todo ...
En esta plaza mayor, resumen romano, visigótico, musulmán y cristiano, he quedado con Roser, a la que no veo desde hace muchos años. Desde que uno de mis viajes en barco como single me permitió conocerla en un velero de diez metros.
La plaza ha cambiado mucho y a los edificios que la conformaron, el palacio arzobispal, la Catedral, la fachada trasera de la Basílica de la Virgen de los Desamparados, se ha sumado una gran cristalera que protege un extenso recinto arqueológico. Así, esta plaza, de la que dicen que tiene más de dos mil años, ofrece en su extremo un a modo de brillante y gran laguna como presentó en su momento montañas de haces de leña o carromatos y puestos de frutas: la posmodernidad lo limpia todo otorgando siempre el protagonismo a un espacio vacío que recuerda mucho a los paisajes virtuales de los juegos digitales infantiles.
Roser no ha cambiado mucho, Ha engordado y ha aguapado en un proceso que me recuerda al de otras amigas. Me da dos pulcros besos –ella, que era tan apasionada marinera– y se pide una cerveza sin alcohol. Ya no trabaja en aquella Generalitat en la que Eduardo Zaplana se entrenaba para una toma de Madrid que nunca le fue consentida. Ha habido también limpia, en este caso argumentada por la crisis económica. La han echado tras veinticinco años de contratos sucesivos, y ahora se ha refugiado en un bufete de abogados. Me la imagino, espléndida, con la toga.
"Hay mucho trabajo", dice apartando la espuma cervecera de los labios. "Mucha gente despedida sin más ni más, comerciantes a los que se les debe facturas desde hace años, desahucios salvajes, farmacias en quiebra…Ahora se está viendo que España no iba tan bien como parecía". Yo estoy a punto de sacarle el asunto de los trajes de Camps y las gafas oscuras de Fabra (y sus correspondientes exabruptos familiares), pero como sé que es una pepera abjurada ("Pido Perdón por votar al PP"), me contengo. Siempre me ha gustado tener amistades en la derecha, quizá por aquello de reafirmarme en un izquierdismo más ético que político. En algún momento hasta pensé en presentarle a Josep-Vicent Marqués, adalid del alternativismo-ecologismo valencianista, pero dejé las cosas estar para no liar la manta.
Comienza el año y hace frío. "Más frío tengo yo en el corazón", dice Roser con voz melosa. "Pero para que guardes un buen recuerdo de esta visita te llevaré a comer un arroz de conejo a Los Tres Mares". Me río. Roser me tiene pillado. Muy pillado. Le aviso, no obstante, de que beberé poco, muy poco, porque mañana he de ejercer en un tribunal de tesis con Michel Foucault de por medio. "¡Ah, pero todavía se hacen tesis sobre Foucault!", exclama descarada. Le doy una colleja amistosa y me retiene la mano para llevársela a los labios: "Si no fuera porque estoy casada…". Y yo le respondo con una frase que me prestó en su día un camarada trotskista: "Pero qué buenas estáis las burguesas". Nos tomamos delicadamente de la cintura y vamos abandonando esta plaza tan vacía. En una esquina un viejo desdentado pide limosna cabeceando.