Alguna vez también derramé sangre, al precipitarme desde el refugio del abrazo amigo contra los filos de una rodilla o unos tacos rivales, alzados cual trampa entre la urdimbre de las carnes apiladas ...
La vida se ve distinta, adentro: una mixtura entre cárcel y olla a presión. Estas son mis impresiones más fuertes como talonador, desde la clave de bóveda de la melé.
Bajo la arcada de pechos, con la cabeza gacha pero en tensión, sin un gesto de servidumbre porque su comba es lucha, el talonador mira de soslayo hacia esa boca de inquietud por donde aparecerá el balón.
El mensaje, la verdad codiciada del cuero penetra en las tinieblas del sudor y la embestida, como la Revelación en el alma sucia de los humanos. Y entonces se pelea para poseerla.
No basta con el deseo. Ni con el ímpetu. Los paramentos de la melé son más débiles que los de la moral cuando el nerviosismo o el miedo los sacuden. Un momento de indecisión es suficiente para que el edificio de músculos y huesos pierda su coherencia arquitectónica entre los escombros de la montonera.
Como talonador, asta percutora y vértice interior de ese rinoceronte humano, más de una vez he sentido caer la melé sobre mi cuerpo. La primera, recuerdo, quedé tendido unos instantes sin resuello, el pecho dolorido por el golpe del derrubio.
Alguna vez también derramé sangre, al precipitarme desde el refugio del abrazo amigo contra los filos de una rodilla o unos tacos rivales, alzados cual trampa entre la urdimbre de las carnes apiladas. E hice sangrar bajo mi acometida, cómo no, a cuerpos que encontré en el camino de mi obsesión.
“Este niño es demasiado guapo para jugar al rugby”, se lamentaba mi madre cuando volvía renqueante de mis primeros partidos. “Un día le van a destrozar la cara”, temía.
Pero nunca hasta hoy, después de incontables golpes y unas cuantas lesiones, había sabido lo que es un pómulo partido, la nariz quebrada, el taladrar intenso de los filos del dolor sobre la frente.
Cuentan que el gigante Gerión se reanimaba al contacto con la Tierra, por mala que fuera su herida. A mí, el olor dulzón del sudor amigo me devolvía al partido; era un embrujo enervante, como si un insulto me hubiera rescatado de un lapso autoinculpable.
Hoy no puedo más. No es la suma de los años ni la falta de ganas de zafarme de este peso. Es que no resisto su gravidez.
¡Cuántas veces boqueé entre dos piernas para mendigar el poco aire que los cuerpos caídos, entreverados como las mallas de una red de pescador, me estaban negando con la estrechez de su urdimbre!
¡Cuántas veces gané a la gravedad un centímetro de torsión, aplastando el rostro contra la hierba, para que mi cuello no se quebrara bajo la tensión de un escorzo aberrante!
¡Cuántas veces cerré los dedos en torno a una bota para que su suela taqueada no los desgarrara!
Pero hoy no puedo. No lo soporto.
Mi pecho sufre la orfandad de un globo vacío, al que le duele la ausencia del aire que lo hacía grácil y hermoso.
Ya no siento las piernas, inermes bajo las pinzas certeras del tomento.
Mis ojos buscan la luz, pero están cegados por algo cuyo nombre no puedo discernir de su sombra asfixiante, duro y áspero en cualquier caso…
Me sepulta un puzzle temible de muñecos quebrados.
La promesa del balón no hallará pasillo para regalarnos su sorpresa. Ya no la espero a ella, sino a la luz que destella, cuentan, desde el final de un túnel oscuro y vaporoso.
La melé era un reto, aventura su dolor. Sus heridas, medallas. Pero la avalancha es el verdugo de nuestra dignidad de luchador. Bajo su imperio no hay heroísmo ni apaño.
Ella es el final y en ella perezco.