Cerrando los ojos, recordó aquella ventana de la habitación de un hotel altísimo con vistas a la salida de una inmensa estación de tren. Hombres desplazándose a toda velocidad como hormigas ...
Ventanas, eso es lo que nos hace falta, me dijo una vez un viejo sabio de un país lejano, la vastedad de lo real es incomprensible, para comprenderlo es necesario encerrarlo en un rectángulo
(Tristano muere, de Antonio Tabucchi)
A veces deseaba que la ventana de su habitación fuese más grande para así poder ver un trozo mayor de cielo. Le gustaba tumbarse en la cama, taparse con la manta y mirar el cielo. Sólo eso, mirar el cielo. Le encantaban las ventanas con marcos de madera. Marcos antiguos, desconchados, repintados encima, dejando entrever un pasado más lejano y tal vez misterioso.
Aquel día miró por la ventana y no había nadie andando por el pasaje. Tampoco ningún niño jugando a pelota en la plaza. Sintió tristeza y, de nuevo, aquella sensación de soledad extrema que algunas veces ansiaba y otras tantas odiaba.
Cerrando los ojos, recordó aquella ventana de la habitación de un hotel altísimo con vistas a la salida de una inmensa estación de tren. Hombres desplazándose a toda velocidad como hormigas. Parada. Más hombres a toda velocidad. Parada. Más hombres. Más hormigas. Parada. Hombres hormiga. Hormigas humanas.
Había llegado un momento en que ansiaba comprender lo que estaba pasando realmente a su alrededor. Deseaba ser capaz de encerrar en rectángulos todos aquellos pensamientos, sensaciones y sentimientos que convivían en su interior, para así no sentirse tan a la deriva en un mundo cada vez más frío, robotizado y sin ventanas.