ISSN: 1578-8644

LUKE nº 153 - Diciembre 2013



Sin amor, sin gloria

Francisco Taboada

Dani sonrió, saltaba a la vista que buscaba. Arrancó el coche, miró por el retrovisor, calculó bien la salida, marcó el intermitente... Pero daba igual, de pronto todo era fabuloso porque a los dos nos gustaba la película Closer. Por supuesto, Natalie Portman estaba radiante. Pero Jude Law es un hombre-pecado. Y los hoyuelos de Clive Owen: ¿no son insondables? Yo tenía la banda sonora, claro, en la guantera, claro, dónde si no. Y en el primer semáforo cantamos a dúo ...

Al regresar del baño la señal de curva peligrosa ya estaba puesta en el escaparate. Apuré el café solo, el tercero en media hora, crucé la calle, entré en la autoescuela y llamé con ironía a la puerta del despacho de mi socio. El café me estaba destrozando el estómago, esperé dos segundos y entré. Samuel estaba patético con aquella venda en el pie, para más recochineo llevaba una zapatilla de casa. Evitó mirarme a los ojos y saludé con una sonrisa seca al muchacho que le acompañaba. Apenas lo conocía, me había cruzado con él entrando y saliendo de la autoescuela en un par de ocasiones. Me pareció más guapo que otras veces. Mi socio lo había escogido porque era un conductor bueno, pero impulsivo, y también me había dicho que el chico buscaba, con ansiedad. Qué poca vergüenza.

Samuel se impacientó y puso las llaves del coche sobre la mesa. A pesar de todo, quise darle una oportunidad al chico y le pregunté si de verdad quería que la última clase se la diera yo, si no prefería esperar a que Samuel se recuperase. Dani insistió en que deseaba examinarse el día de su cumpleaños, ni un segundo después de lo permitido por la ley, y para eso necesitaba acabar las clases ese mismo día. Si no es mucho pedir, añadió. Pensé decir alguna gilipollez para alargar la comedia, pero dejé actuar al café, y con un rápido manotazo cogí las llaves de la mesa como si hubiera atrapado una mosca. Nos vamos, dije. Me giré hacia la puerta, hice tintinear las llaves hacia mi socio, y al llegar a la calle el chaval ya estaba pegado a mi espalda.

De camino hacia el coche, rompí la pose de profesor sustituto cabreado en su día libre y me interesé por la conversación de chico. Fue una buena idea. Dani hablaba hasta por los codos, hilaba frase con cualquier cosa, y decía continuamente yo, yo, yo, como si llevara el pensamiento por fuera. Me hizo sonreír porque la franqueza me inspira ternura. Los diez minutos largos hasta el taller de reparaciones se me pasaron volando. Cuando vi de lejos el coche, sin embargo, tuve que recordar lo que estaba haciendo. Oí la voz rastrera de mi socio: Si quieres que nos separemos, y que dividamos el negocio con algo de dinero que repartir, ésta es tu oportunidad. Eres un conductor profesional, saldrá bien. Había aceptado porque odiaba su mezquindad.

Lo peor es que el coche era precioso, resplandecía, turquesa metalizado con un tono pastel. Un color raro, de capricho. Dos meses antes había recorrido todos los concesionarios de la marca hasta encontrarlo, quería trabajar con aquel coche, pero Samuel lo utilizó para dar clases a un amigo chiflado que se iba a comprar un 4x4, lo metió en el monte, y le acababan de diagnosticar doble rotura inmediata del árbol de dirección. Como quien dice muerto. Fue la gota entre nosotros. El dueño del taller se sorprendió cuando le dije que me llevaba el coche un par de horas, y más cuando le pasé las llaves a Dani. Le eché las culpas a Samuel y nos lavamos las manos. Antes de entrar en el coche, Dani y yo nos miramos un instante. Le iba a decir al chico que tuviera cuidado, y, en vez de eso, mi boca tarareó:

And So It Is... The colder water...

Dani sonrió, saltaba a la vista que buscaba. Arrancó el coche, miró por el retrovisor, calculó bien la salida, marcó el intermitente... Pero daba igual, de pronto todo era fabuloso porque a los dos nos gustaba la película Closer. Por supuesto, Natalie Portman estaba radiante. Pero Jude Law es un hombre-pecado. Y los hoyuelos de Clive Owen: ¿no son insondables? Yo tenía la banda sonora, claro, en la guantera, claro, dónde si no. Y en el primer semáforo cantamos a dúo:

(Y así es. Justo como dijiste que sería. La historia más corta, sin amor, sin gloria.)

Cinco semáforos más tarde, saliendo de la ciudad, ya había comprendido que estaba con un conductor experto. Al volante, el niño parlanchín se convertía en un hombre responsable. Daba gusto dejarse llevar por él. Dani conducía con seguridad, con soltura, estaba dotado de buenos reflejos y se anticipaba a los movimientos de los demás conductores. Encima, disfrutaba. Cuando salimos de la autovía y entramos en una carretera secundaria, le propuse continuar la clase "a cuatro pies", aprovechando el doble juego de pedales del profesor. El chico se resistió, conocía sus facultades, de hecho era una estafa que la autoescuela le hubiera obligado a dar veinte clases, pero logré convencerle con la promesa de que terminarían esa última clase en la bajada del Policlínico. Se le iluminó la cara y no hubo más resistencia.

Probamos a conducir a cuatro pies en la primera curva cerrada. Dani estaba haciendo un trazado perfecto, a la velocidad adecuada, calculando ya una salida cómoda, y de pronto yo aceleré y luego frené en seco. Solté los pedales. El coche se fue de culo. Dani actuó con rapidez, giró el volante en sentido contrario y recuperó el control sin esfuerzo. Seguimos adelante. Repetimos la jugada en varias rectas, en subidas, en bajadas, y también cuando se acercaba un coche en la dirección contraria. Nos tocaron el claxon. Entonces le dije con tono enigmático que de eso se trataba la lección de hoy, de esperar lo inesperado, de enfrentarse al descontrol. Dani entendió, pero no del todo. Poco después, le indiqué una desviación hacia mi pista de pruebas particular.

Era un simple descampado, con la tierra arañada por el paso de otros alumnos que querían algo diferente. Durante media hora, lo que restaba de clase, le enseñé a Dani los trucos que más le excitaban: trompos, bucles con cambio de sentido, el barrido en curva ciega... Dani se estaba divirtiendo, pero dudaba de sí mismo en las maniobras y al terminarlas me preguntaba cuándo y dónde había utilizado mis pedales. Yo le mentía, aquí sí, aquí no: lo desconcertaba. Jugaba con él. Lo subía y lo bajaba como a un muchacho que no sabe de qué pasta está hecha la vida. Y por fin, la clase terminó. El chico estaba agotado. Y expectante.

Guardamos silencio mientras bordeábamos la ladera del monte, camino de la Bajada del Policlínico. Era un mito juvenil, desde mi juventud hasta la de Dani. Varios cadáveres atestiguaban que aquel era el lugar adecuado para matarse. Se lo recordé al chico, muy en serio. Dani le restó importancia e insistió en que quería intentarlo. Entonces le pedí que se detuviera en el mirador. Salí del coche, el chico me siguió. Y se lo conté todo. La autoescuela en quiebra, el coche nuevo a terceros y para tirar a la basura, la compañía de seguros que lo pagaría todo sin rechistar siempre que condujera un cliente... Y también que mi socio, Samuel, no tenía herido el pie, sólo era un miserable, valía poco como socio y menos como persona. Nos íbamos a separar. Por desgracia, mi parte correspondiente dependía de destrozar aquel hermoso coche en un siniestro total.

Dani se asustó un poco, y me preguntó por qué se lo contaba. Yo tarareé de nuevo el estribillo de And so it is. Se alejó de mí y luego reaccionó. Me llamó hijoputa por haber pensado hacerlo sin decirle nada, esas cosas no se hacen, hay que tener alma, cabrón, estás loco, nos vamos a matar... Lo dijo mientras se acercaba a la barandilla de hormigón del mirador. A continuación, señaló con el dedo la bajada del Policlínico, siguió la serpiente de curvas y se detuvo en la cabeza, una curva muy cerrada. Sería allí. Estuve de acuerdo.

Dani regresó al coche. Yo esperé fuera, quería dejarlo solo. Al poco rato, el muchacho me llamó. Me senté a su lado. Repasamos en seco la maniobra, a cuatro pies, hasta que nuestras piernas se coordinaron a la perfección. Antes de arrancar, Dani me pidió que pusiera la canción de Closer. La seleccioné en la pantalla, subí el volumen a tope y dejé el dedo suspendido en el aire. A la luz de la tarde, las pestañas de Dani brillaron levemente y, cuando la gravilla comenzó a repiquetear en los bajos del coche, pulsé el play.

foto: Paula Arranz