Los sueños tienen a veces esa especie de magia, que uno se despierta con la sensación de que todo es fantástico, que es un gran compañero, un gran amante, una persona que podría irse a La Pampa argentina —por poner un país— o a Islandia —en el caso de Walter Mitty— si uno creen en lo que hace ...
Quién no ha soñado nunca con lanzarse al vacío ante la seguridad de que no va a pasarle nada, e imaginar despierto con rescatar de las llamas a lo más importante de la mujer que amas, o pensar que serás para ella precisamente aquello que desea. O tal vez con algo más prosaico como que alguien se te acerque para confesarte que sí, que eres lo más importante de su vida. Los sueños tienen a veces esa especie de magia, que uno se despierta con la sensación de que todo es fantástico, que es un gran compañero, un gran amante, una persona que podría irse a La Pampa argentina —por poner un país— o a Islandia —en el caso de Walter Mitty— si uno creen en lo que hace. El fallo de La vida secreta de Walter Mitty, la melancólica revisión de Ben Stiller a partir de un relato corto de James Thurber (no he visto la versión original de Norman Z. McLeod en 1947 con Danny Kaye, y me pregunto si habrá aguantado el paso del tiempo)–, no es que la película se deje ver con la emoción del que sigue soñando despierto; o que nadie se fije en lo caro que supone viajar en apenas una semana a Groenlandia, Islandia o Afganistán a la caza del fotógrafo cuya imagen abrirá el último número de la revista Life. El fallo no está siquiera en la escasa sensación de que la pareja formada por un gris jefe del departamento de negativos fotográficos —otro guiño al hecho de que lo digital envuelve con su premura todo lo que antes era arte— con su compañera separada y con un hijo vaya a cuajar al apagarse las luces. O que la diferencia entre el ritmo casi nostálgico de algunas escenas choque frontalmente con lo trepidante de otras, lo que convierte la película en una cinta marcada por la indefinición que la aleja de películas de Capra a las que se podía haber acercado. El fallo está precisamente en hacernos ver al final del metraje cuál es el negativo objeto de la búsqueda, un macguffin que Hitchcock se hubiera guardado debajo de la manga porque da igual, es la excusa, es lo que da sentido a todo precisamente por no ser nada. Aunque lo bueno, lo grande quizás de La vida secreta de Walter Mitty es que al salir de la sala, esperando unos segundos para paladear el argumento, para darte cuenta de que sí, de que la vida puede ofrecerte mucho más si decides cogerla por los cuernos, tu compañera te diga eso de «rápido, salgamos, no te quedarás ahí, ¿verdad?». Y es entonces cuando uno sabe que no va a lanzarse al vacío, ni en skate por las empinadas carreteras de Islandia, ni en helicóptero, ni en nada de eso. Simplemente ser dejará llevar por el hecho de que los días siguen siendo igual de grises. Aunque durante casi dos horas ha sentido la necesidad de convertirse él también en Walter Mitty.