Así que la novela negra consuela porque confirma y confirma porque consuela. Consuela de no tener que ver (nada con) esos bajos fondos y mundos hampones, donde no hay reglas y en las que la policía debe llegar a continuos arreglos para no desbaratarse. Y consuela porque nos hace aceptar que acaso, como dijo Max Weber, el capitalismo no es sino una forma de racionalización ordenada de la rapiña secular...
Desbancado tiempo ha Manuel Vázquez Montalbán y sustituido bonanciblemente por Andrea Camilleri hasta que aparecieron Donna Leon y Petros Markaris, los nórdicos han tomado la delantera en el trasunto de la novela negra convirtiéndola en negrísima. Ya nos sorprendió Stieg Larsson con tramas duras y parafeministas, pero gentes como Lapidus (en su “Trilogía negra de Estocolmo”), retuercen los bajos fondos –según me dicen– entre desnortados, mafiosos y una policía incompetente por democrática.
¿Por qué este auge de la novela negra más truculenta en medio de una crisis económica y social que algunos han comparado con la del veintinueve del siglo pasado?
Quizá para dejar claro que frente a lo que nos pasa y sabemos –esa desarticulación sistemática del Estado de Bienestar– está lo que puede pasar y no sabemos, que es, cuanto menos, infinitamente más rudo dado que se resuelve haciendo saltar por los aires todas las convenciones no sólo del Estado hegeliano, sino también de las innúmeras religiones conocidas: la vida como una sucesión de robos, violaciones y asesinatos, asumiendo la adoración a un solo dios verdadero: el Dinero.
No sabemos lo que pensaría Simmel, que antaño escribió su voluminosa Filosofía del dinero, sobre nuestro siglo envilecido, pero que la clave sea el dinero conecta lo que nos pasa y sabemos con lo que puede pasar y no sabemos –pero ya nos imaginábamos (la novela negra sólo confirma nuestra imaginación–.
Así que la novela negra consuela porque confirma y confirma porque consuela. Consuela de no tener que ver (nada con) esos bajos fondos y mundos hampones, donde no hay reglas y en las que la policía debe llegar a continuos arreglos para no desbaratarse. Y consuela porque nos hace aceptar que acaso, como dijo Max Weber, el capitalismo no es sino una forma de racionalización ordenada de la rapiña secular.
Al fin y al cabo, un Henry Lehman –de Lehman Brothers–, fundador de una de las empresas que con su quiebra abrió la puerta a todo este lío financiero en el que vivimos, parece menos peligroso que los matones serbios de Lapidus que, como mucho, te ofrecen romperte un dedo en vez de dos.
Pero ¿usted qué preferiría? ¿Que le rompieran una falange o que le quitaran la casa? He aquí la pregunta-trampa que se esconde en casi todas las novelas negras.