Las ventanas son las protagonistas de buena parte de su obra. Son como pasajes abiertos, como sueños de consciencia sobre lo que podría ser la vida de esos personajes que, sin embargo, el autor retrata paralizados, inermes, estáticos; esos hombres y mujeres agazapados ante el peso de una existencia ante la que no oponen resistencia ...
El horizonte está en nuestros ojos, y no en la realidad
(Angel Ganivet)
Siempre me han gustado las ventanas abiertas. Me incomodan los espacios cerrados. Será porque en la infancia viví muchas sensaciones y percepciones de angostura y cerrazón, impresiones de vivir en un lugar donde aún se podía percibir en el ambiente la mezquindad de un país duro, hostil e inhóspito, en el que el aire y la luz del sol eran como sucedáneos, estaban marchitos, y no fluían libres ni en toda su dignidad.
Me gustan la apertura, el viento, la luz, la inmensidad infinita del cielo y del mar, la brisa del otoño y la sensación de estar conectada con el exterior, con la vida y con el mundo. Por eso me gustan las ventanas abiertas. Son una metáfora existencial de la claridad, de la libertad, de la plenitud, de la brisa limpia corriendo libre y envolviendo con su aroma indomable todo lo que roza. Son como un símbolo de amplitud y de consciencia abierta a la grandeza de la vida y a la belleza del horizonte.
Alguien me inspiró hace unos días la tentación de volver a mirar la obra de Edward Hopper, uno de los grandes exponentes del realismo del siglo XX, y un icono pictórico de la sociedad moderna. Y volví a recrearme en sus ventanas abiertas. Las ventanas son las protagonistas de buena parte de su obra. Son como pasajes abiertos, como sueños de consciencia sobre lo que podría ser la vida de esos personajes que, sin embargo, el autor retrata paralizados, inermes, estáticos; esos hombres y mujeres agazapados ante el peso de una existencia ante la que no oponen resistencia, sino aceptan resignados en la conformidad, la desidia y la indolencia.
Y me centro en las mujeres de Hopper. Mujeres solitarias, quietas, marchitas, situadas tras las ventanas de la vida a la que, sin embargo, no renuncian del todo. Porque las abren. Abren las ventanas. Se asoman a la vida, aunque renuncien a ella; miran el horizonte, aunque permanezcan enclaustradas en esos cuartos cerrados que se convierten en el símil del refugio prefabricado ante la hostilidad silenciosa del mundo y de sí mismas, y, a la vez, en los testigos mudos de su impotencia.
Hopper nos hablaba de la soledad, del conformismo y de la desidia. En el contexto de una América intervencionista, de mediados del siglo XX, que mediatiza la voluntad de las personas buscando la complicidad política en el consentimiento patriota y en la inacción, el artista dibuja ese estatismo constriñendo a sus personajes en esos espacios cerrados, fríos, casi yertos y paralizantes. Esos espacios que se convierten en la metáfora cosificadora de la indefensión humana, y de la dificultad de los hombres y las mujeres para comunicarse y abrirse emocionalmente al otro, al mundo y a sí mismos.
Sin embargo, Hopper abre las ventanas. El monolitismo es sólo una máscara, una impostura, un hábito adquirido ante la falta de coraje para enfrentarse a la complejidad del mundo moderno. El ansia de libertad, el anhelo de conciencia están ahí, agazapados, pero están ahí. Por eso los personajes de Hopper no cierran las ventanas, aunque se limitan a observar el mundo de lejos y desde su apatía y su soledad.
El contexto de su obra es diferente al actual, hay por medio varias décadas. Pero su mensaje sigue vigente e intacto. Vivimos en sociedades que propagan el hermetismo, no sólo ante los otros, sino, lo que es más importante, ante uno mismo. Solemos vivir lejos de comprometernos con la realidad y con la vida. Ignoramos, o hacemos que ignoramos, que las personas somos los actores principales de la obra de teatro que es la existencia, negando nuestro potencial de apertura, de empatía y de comprensión, y limitándonos a ser meros entumecidos y apáticos espectadores de ella.
Subamos al escenario, abramos nuestra mente, despojemos de corazas nuestro corazón. Abramos las ventanas y las puertas, y entremos en el horizonte; dejemos que nos inunde el aire fresco de la vida, busquemos las respuestas ante las preguntas que, consciente o inconscientemente, nos hacemos para entenderla, fundámonos con ella, porque somos una de sus partes. No nos resignemos sólo a mirar el horizonte desde lo lejos, acerquémonos. Formemos parte de él. Porque el horizonte está en nuestra mirada, y no en la realidad, decía Angel Ganivet en su Idearium español. Ese es también, quizás, el mensaje profundo de las ventanas abiertas de Hopper.