América, ¿dónde te has ido?
El largo beso del sol orada la tierra reseca,
agrieta su sed.
Los océanos se agazapan,
bullen en el invernáculo global.
Polos y glaciares se desangran. Los mares se sublevan.
Tú y yo miramos como si no fuéramos.
La nieve petrifica el Amazonas
y la jungla se levanta impune
en el Ártico como en el Antártico.
Sobre el acantilado de sombras
han subido las aguas de Kamchatka,
han llegado a crear el mar de los Andes.
Una colosal pampa de agua salada
ondula con las últimas corrientes marinas.
Los océanos se han fundido
y habito solo en la isla patagónica.
Remo sobre el vuelo de los cóndores
y los delfines danzan sobre las coronas
desheladas del Aconcagua.
Los hombres son peces desterrados.
Han vuelto al agua, a los orígenes de la pulsión vital.
Pero no habrá otro bing bang, ni otro soplo de vida.
El universo es una flecha rota, sin rumbo y sin conciencia.
Aroma de asfalto y un paisaje de alelíes
penetran por la ventana del recuerdo de mi casa.
Sólo veo chozas flotando y un cardumen de hombres
que respiran por sus branquias.
Ya no están mis amigos de pulmones rosados,
ni el sanguinolento plumaje de los flamencos de Atacama.
Las mujeres desovan en las gargantas del mar
y sus pechos turgentes son dos lágrimas blancas
que se hunden en el vacío.
Me dejo llevar por las olas
y floto sobre la corriente del Mato Grosso.
El Amazonas desagua desde abajo del océano
y su selva y sus pantanales son junglas de algas.
Un colibrí busca su flor debajo de las aguas,
sacude sus alas invisibles hasta morir
y busca en el cielo al sol callado.
Hay un silencio de peces en la algaba,
donde antes gobernaba el griterío de mil voces.
América, me digo, está perdida, sumergida
por el caldero planetario, por la estatura de los mares.
Navego a tientas, como un marinero desbrujulado.
Siento tus pasos detrás de mí y huelo todavía
aroma de azahares submarinos.
Me pregunto: ¿qué será del planeta sin América?
Miro el perpetuo rojizo del cielo:
es el atardecer de un día que no oscurece nunca
y recuerdo la luna en este inmenso cráter de ausencia.
¿Y las mareas? ¿quién agitará las aguas y
quién traerá las ballenas y orientará a las gaviotas
en la quietud de este universal estanque?
Miro más allá, hacia lo que fue el norte.
No aparece el cuello continental.
¿Dónde quedó ese diminuto canal
que unía jactanciosamente los océanos?
¿Dónde quedó el omnímodo poder de los americanos?
Todavía ondean en las olas
los restos de las ciudades del miedo y el desprecio
sobre las que se levantara el dominio de los poderosos.
Tú estás aquí, a mi lado,
como cuando nos amábamos en tierra firme,
entre las penumbras de las sábanas,
y podíamos disfrutar de aquellos pasos inseparables
y la mirada tierna de los hijos, mientras el cerro
se derramaba sobre nuestras espaldas.
Se acerca una playa.
No hay arenas ni bosques ni montañas.
El mar se cuela en la urbe que rasguñan las olas.
De pie, majestuosa, se siente el ojo del mundo.
Allí se refugian los que infectaron los cielos y la tierra,
los que encapsularon de gas al planeta y derritieron
los glaciares como un hielo en el whisky.
Borrachos de poder, se olvidaron de la muerte.
Nosotros estamos muertos. Ellos están vivos. Todavía.
Poética
Mis poemas vienen del silencio que se hace versos. A veces es sólo su música, un dictado involuntario, instintivo de la inconsciencia, que incluso suena ilógico, pero late en él la poesía y entonces es bello, sin más ni más. Otras veces, por esos versos sangran los dolores y se estremecen las alegrías. Intentan macerar la desdicha para extraer la belleza de su existencia. “Todo lo que sucede al artista (y el poeta lo es) tiene que ser arcilla para su obra”, enseñó Borges. Encontrar los caminos de la esperanza, aunque a veces ellos sean sombríos. Tal vez esa sea la misión de los poetas.