¿Cómo convencer a quien vivió algo de que vivencia y verdad no son equivalentes? ¿Y cómo hacerlo cuando quien tiene la vivencia es el padre de uno? Germán Canseco, que estuvo "ahí", está convencido de su versión de las cosas ...
"Lo que yo cuente es la verdad. Pepe no estuvo allí. Yo sí. Punto". Cuando tenemos la necesidad de hacer explícito un final o un cierre, de decir en voz alta la palabra "punto", estamos certificando precisamente el hecho de que ese cierre no ha llegado aún. Ese punto insiste en ponerlo Germán Canseco, octogenario y franquista, con quien un día coinciden en plena calle su propio hijo, el historiador José Pestaña, y otro hombre, Graciano Custodio. Ese otro hombre era un niño cuando vio morir a su padre a manos de los nacionales. En el grupo de los agresores estaba un joven Germán Canseco, al que reconoce a pesar de los años transcurridos. Pestaña tendrá muy difícil hacer su trabajo (es decir, insistir en no ponerle punto a nada precipitadamente: justo lo contrario que desea su padre) y mantener en la ecuación las consecuencias que eso tiene para su propia familia. ¿Cómo convencer a quien vivió algo de que vivencia y verdad no son equivalentes? ¿Y cómo hacerlo cuando quien tiene la vivencia es el padre de uno? Germán Canseco, que estuvo "ahí", está convencido de su versión de las cosas. No ve que su seguridad es una coraza sobrepuesta para protegerse de la culpa y la amenaza de la acusación colectiva. No se da cuenta (o no quiere, o no puede darse cuenta) de lo complejo que es todo, de los miles de detalles y microscópicas aristas que hay en la panza de la verdad, eso que la hace ser difícil de ver, amorfa, una narración cruzada de narraciones, un bicho sin estructura, hecho de voces que conciertan mal, al que le crecen con el tiempo raíces raras sin aparente simetría.
El alivio de leer Ayer no más, de Andrés Trapiello, reside en que su novela nos ensancha el espacio para que podamos no engañarnos tanto a nosotros mismos. Nosotros: cualquier hijo de vecino que no es historiador ni maneja datos que no provengan de los suplementos dominicales de los periódicos. Trapiello nos recuerda que "(...) durante la guerra por cada bandera republicana había veinte de la Cnt, de la Fai, del Poum, del Pce, de la Ugt, de cualquier partido menos de la República". No todos los vencidos eran víctimas inocentes. Los había que se morían de ganas de una guerra y que hacían mucho por provocarla. No todos merecen los mismos homenajes. Unos merecen el recuerdo y otros el olvido. José Pestaña representa la España de Madariaga, Sánchez Albornoz o Xavier Zubiri. Esa tercera España que ilustra muy bien el cura rojo que interpretaba el gran Agustín González en la película Belle Époque, que esperaba siempre a leer la opinión de Unamuno antes de pronunciarse por ningún tema. Ese cura ocupa el lugar más incómodo posible. Pestaña también resulta incómodo para casi todos. Pocos quieren escuchar voces honestas y minuciosas, porque reflejan lo poco minuciosas que son las propias.
He ido en mi vida a muchas manifestaciones, y durante años no le puse reparos al hecho de que hubiera allí banderas republicanas. Pero algo cambió cuando leí el libro de Paul Preston Las tres españas del 36. Mi izquierdismo se hizo mayor, o como mínimo empezó a salir de su penosa adolescencia treintañera, tan típica de ahora. La República -esto es obvio- no es una ideología. Es un sistema político. Si la izquierda se apropia de ese símbolo en un pedazo de tela, será muy difícil que la derecha pueda desear apropiárselo, y así es imposible que una República vuelva. Se boicotea eso mismo que se pide, porque un sistema parlamentario sólo puede existir -otra perogrullada- cuando es deseado por la mayoría. Un psicoanalista diría que cierta izquierda quiere inconscientemente que no vuelva ninguna República. Si volviera, correríamos el riesgo de perder ese papel de héroes de la justicia que tanto nos gusta representar de vez en cuando. El ego de los progresistas es tan grande como el de cualquiera: a veces es más importante que te den la razón hoy que conseguir el objetivo del mañana. Alguien podría decirme con razón que un facha como Germán Canseco, que seguramente no tenga ni idea de lo que es el psicoanálisis, me miraría con cara de asco y repetiría lo que le dice a su hijo: "Siempre has sido un acomplejado y un pedante. Si bien una parte de la izquierda es algo neurótica, la derecha extrema (y a veces la no tan extrema) a la que adhiere Germán está totalmente desquiciada y disfraza de normalidad la psicopatología propia. Cada uno cuenta su historia sin ver que está contando sus prejuicios, sus emociones, su vida. También José Pestaña, hasta que toma conciencia de que su neurosis heredada –incluso el negocio familiar es fruto del expolio a los vencidos– es justamente lo que le ha hecho ser historiador. Cuando ese conocimiento madura, Pestaña se pasa a la novela. Esa maduración es lo que marca su superioridad en el asunto. El psicoanalista diría que ya no es esclavo de su ego. Acepta ser como aquel cura rojo: acepta que su versión no guste a la mayoría, con tal de que sea rigurosa y honesta. Lleva años enemistado con los vencedores de la guerra y ahora se enemista también con los trepas de la facultad y con los de la Memoria Histórica. Y, qué cosa curiosa, escribe una novela. Ya lo decía Michel Foucault: los hechos son ficción. Muchos se enfadaron con él pensando que menospreciaba los hechos y la historia. En realidad los estaba dignificando.
Por momentos Pestaña se siente culpable: "He provocado un incendio devastador en la familia. Un sainete, si no les hubiese causado tanto dolor". Lo difícil para él es digerir el hecho de que el incendio lo provocara su padre, como tantos otros padres en la guerra. Canseco le traspasa los complejos que se oculta a sí mismo, y consigue que su hijo tenga a veces la percepción errónea de que es él el pirómano, cuando en realidad está dedicándole su vida al esfuerzo de ser un buen bombero. La inteligencia emocional no siempre concuerda con la cartesiana, y menos en el territorio de la familia.
Hay que agradecer a Trapiello que nos alcance la idea y la ilusión de una reconciliación real, no maniquea. Algo más complicado y trabajoso que lo que tenemos, más a largo plazo. Pero más auténtico.