En estos momentos el sol toca con su esfera naranja la línea del horizonte y comienza a teñirse de rojo. La calina del día abrasador asciende empujada por un viento invisible, se deshilacha y gira enloquecida hasta formar una ilusión que recuerda al planeta Júpiter. Es tan imponente que resulta estremecedor. Un peligro natural.
Hace un atardecer demasiado hermoso, de grado nueve en la escala de Stendhal. Tenemos doscientos chicos extendidos por la playa. Los cuidadores tocamos nuestros silbatos y se ponen los cascos protectores. Les pedimos que sigan escrupulosamente la plantilla de pensamiento. La mirada no debe arrastrar a la mente, es preferible grabar la realidad para su visionado posterior. Pero el nivel de obediencia del grupo es muy bajo y podemos tener problemas. Los cuidadores nos subimos a las rocas para extremar la vigilancia. Hay arena lijadora en el aire.
Desde que son unos niños, los adiestramos para que confíen en los instrumentos. Sus juegos, sus estudios, la programación televisiva está saturada de ejemplos dramáticos que inclinan la balanza a favor de nuestros medidores artificiales y en contra de los limitados sentidos humanos. La vista engaña, el gusto depende en exceso del olfato, tan mermado por la contaminación; el tacto no sirve con guantes y el oído va casi siempre con cascos. No nos cansamos de repetirles que los instrumentos son más fiables que la realidad, pero siempre hay chicos torpes, desconfiados, que quieren ver las cosas por sí mismos. Se conforman con la capa superficial, con el instante. Renuncian a controlar el tiempo. Lo que no graben con el casco no podrán volver a verlo, ni analizarlo, ni profundizar en ello… Son chicos anacrónicos con mentes antiguas.
El sol está a punto de ocultarse. El viento invisible aumenta su intensidad, silba con fuerza, agita la arena lijadora y se producen algunas interferencias. Un grupo numeroso de chicos abandona el cordón de seguridad y se encamina hacia la niebla. Como están cerca de mi sector, bajo corriendo desde las rocas y, de camino, se me unen otros dos cuidadores. Casi todos los chicos descarriados presienten el peligro y golpean con los puños sus cascos y se detienen. Sólo uno sigue adelante. Acelera el paso mientras forcejea con su casco hasta quitárselo. La arena lijadora lo ciega, crea una franja a su alrededor y el viento invisible la hace girar. Los cuidadores nos detenemos a unos metros de distancia, obligados por la Normativa. Nada se puede hacer ya. Hay que dejarlo solo.
De regreso a las rocas, el tiempo empeora y los demás cuidadores se ponen el casco. Yo me demoro en hacerlo para observar la escena. El chico se ha quitado la ropa, pasea desnudo emitiendo débiles gemidos. La niebla se ha espesado y la arena lijadora es cada vez más compacta. El tiempo acelera su curso y puedo ver ante mis propios ojos cómo, en cuestión de minutos, el chico es borrado sin contemplaciones. No queda de él ni el silencio. Un pitido del casco me indica la conveniencia de ponérmelo para protegerme emocionalmente. Obedezco. Quizá debería sentir algo.