Como no se acuerda de ellos casi nadie, es bueno dedicar unas líneas a los Episodios nacionales de Galdós. Escritos en la década de los setenta del siglo XIX, retrataron buena parte de la vida política, cultural y social de los cincuenta primeros años de ese siglo tan convulso y aciago, tan ibérico. Estas semanas he hincado el diente al arranque de la primera serie, que recoge acontecimientos como la batalla de Trafalgar, el motín de Aranjuez, el Dos de Mayo o la batalla de Bailén. El canario los noveló en primera persona a partir de su protagonista, Gabriel, un chicuelo gaditano semihuérfano a quien el azar y la ambición lo llevan a recorrer todos los estamentos sociales de la época.
Imposible reseñar la multitud de tipos, calles, ambientes y situaciones por las que atraviesa Gabriel. Es obvio que Galdós se inspiró en la tradición picaresca de los Siglos de Oro para darle vida, pero también experimentó con otros subgéneros narrativos del momento como las novelas romántica y cortesana, y el folletín, o practicó la metaliteratura –en ese homenaje a Otelo que inserta al final de La corte de Carlos IV– un siglo antes de ponerse de moda. Todo cupo en esa pluma rápida y fresca, en su período fluido y cervantino: el pueblo y la nobleza, los palacios y los talleres, los personajes ficticios y los históricos.
Lástima que, después, el modernismo y las vanguardias influyeran tanto en los gustos del público (perdonable) y de la crítica (esperable): Galdós pasó a ser poco más que un plomizo narrador obsesionado por el grosor de sus grisáceos volúmenes y, consecuentemente, por el importe de sus pingües honorarios. Puede que sí o puede que no. Incluso puede que tuviera negros a su cargo. ¿Cuántos no han escrito largo a propósito? Pero su idea sentó un precedente que siguieron, a regañadientes o no, Unamuno, Baroja y Valle-Inclán, y que debería haber sido un espejo para la moderna literatura histórica –esa que, salvo excepciones, bien poco se ha mirado en él–.
Pero es igual. Da gusto leer los prólogos a las ediciones ilustradas, donde el avezado escritor que ya era Galdós reconoce sus propios límites (tópico de humildad incluido), da una lección magistral de cómo escoger la voz del narrador o nos desvela los entresijos de las, a su juicio, precarias imprentas de la época. Y es un placer sumergirse en su prosa, descubrir tipos tan quijotescos como el capitán Alonso y el marinero Marcial; tan mezquinos como los hermanos Requejo; tan prudentes y desafortunados como el afilador Chinitas. Y pasearse por el Madrid galdosiano (por algo se acuñó el adjetivo) para descubrir palabras, giros, modismos y expresiones de un resplandeciente castellano que algunos creerán muy modernas cuando las oyen por la calle, pero que están escondidas en ese tesoro de miles y miles de suculentas páginas que son los Episodios nacionales.