Ella se dejó caer de espaldas sobre la cama. Su cuerpo brillante rebotó, se puso tenso, abrió las piernas, y dijo algo. Yo estaba a sus pies con una erección aproximada. Mis ojos la escanearon sin pudor, desde las rodillas flexibles a los muslos trémulos, el pubis afeitado en triángulo escaleno, el vientre con una sombra de hormigas que llegaba hasta el ombligo, el estómago hundido, el pecho sobresaliente, los pezones como las válvulas de los pavos americanos cuando quieren salir del horno. Ella volvió a decir algo. Miré sus labios significativos, avancé con firmeza y me puse encima. El aliento de sus palabras golpeaba mi cara pero no podía oírla. El fragor de las olas en el exterior del faro se vio interrumpido por su entrecejo fruncido. Sus ojos desafiantes. Esta vez dijo Algo. Sus piernas se cerraron de golpe y, aprovechando el movimiento, se escurrió hacia un lado, saltó ágil de la cama, llegó hasta la silla con dos zancadas y se puso las bragas y la camiseta.
Luego se sentó en la silla, cruzó las piernas y me miró con ferocidad.
—No me gusta que me describas. Y mucho menos de ese modo.
Me quedé quieto sobre la cama, sin decir nada, menguando. Ella insistió.
—Cuando me estás describiendo, se te nota en la mirada. Y ahora me estabas mirando con ojos de pornografía barata.
—Se llama Porno Pitorreo, y es un arte. Un arte menor, pero arte. Tampoco están los tiempos para exquisiteces.
—¿Y cuánto te van a pagar, mercenario? Cien euros el relato, ¿o se dice la pieza, como en la caza?
Me incorporé en la cama. Mis ojos adiestrados atravesaron su camiseta. Miré sus pechos vidriosos con ojos turgentes. Ella se puso furiosa. Fue hasta la mesilla, abrió mi cajón, y lo encontró lleno de pornografía dura. Luego abrió la puerta del armario, echó a un lado los trajes y encontró, detrás de la cajonera, la pornografía guarra, guarra de verdad. Le escandalizó que las revistas fueran todas antologías, y que tuvieran el sello de la tienda, y un número.
—No me digas que son alquiladas, qué asco…
—Hay que compartir, estamos en crisis. Sólo intento documentarme por un precio razonable.
Ella terminó de vestirse a toda prisa, calcinándome con la mirada. La seguí hasta el salón, desnudo, pero no rendido.
—Te juro que no voy a escribir esto.
—Ya lo estás haciendo, pringao.
Me dio la espalda y caminó hacia la puerta. Un viento muy oportuno le subió la falda. Mi sexo, de nuevo enhiesto, comenzó a golpear rítmicamente la mesa del salón. Convocada por la furia de mi tambor, bajó por las escaleras del faro una turba sediciosa que se apoderó de su cuerpo. La levantaron en volandas sin contemplaciones. Eran miles de zombis empalmados, decían cochinadas irreproducibles, pero muy imaginativas. Le arrebataron la ropa exterior, y rechupetearon la interior como una golosina. Qué vicio. Corrí tras ellos, lancero bengalí, hasta el agujero negro de las escaleras. Había saliva por todas partes. Y ese olor inconfundible a mantequilla parisina. Pero ni rastro de ellos. Ni de ella. Sólo el eco de sus voces lujuriosas reclamando el éxtasis prometido. Tenía que ceder.
—Aah, aah, AAH —exclamé, porque adoro los clásicos. Y el faro, falocrático él, lanzó un destello radiante sobre la espuma del mar.