Espacio Luke

Luke nº 143 - Octubre 2012. ISSN: 1578-8644

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Impresiones sobre una primera lectura de Ulises

Sergio Sánchez-Pando

Gracias al halo mítico que la envuelve transcurrido casi un siglo desde su creación, Ulises, la obra de James Joyce, equivaldría para el lector de novelas a una prueba de madurez, algo parecido a lo que para un marino supone cruzar el Cabo de Hornos. Y es que en ella el escritor irlandés estiró como un chicle las posibilidades de la novela como transmisora de la experiencia humana, al modo de un ejército formado por un solo hombre que se hubiera propuesto ampliar el campo de batalla literario conquistando para la literatura toda una gama de posibilidades hasta entonces insospechadas. Habrá también quien encuentre desmesuradas semejantes alabanzas, pero no en vano nos hemos referido ya a Ulises en su calidad de mito.

La paradoja es que se trata de una novela edificada sobra la cotidianidad, que carece de trama más allá del transcurrir de un día con sus veinticuatro horas en la vida de un ciudadano normal y corriente. Lo que a su vez tiene un efecto desmitificador acerca de la condición humana, no en vano Joyce presenta el componente animal de las personas siempre a flor de piel y se detiene en esas pequeñas cosas que conforman la materia que aporta sentido a la existencia, dando lugar a una especie de épica de lo trivial en la que, sin embargo, se exhibe con naturalidad lo que un ser humano cualquiera opta por mantener oculto. Ello otorga a Ulises un componente irreverente y transgresor que no se ha disuelto por completo pese al paso del tiempo.

El discurso viene abordado desde muy distintos ángulos y perspectivas, lo que dificulta la capacidad de adaptación por parte del lector. Cada capítulo deviene así un reto, tanto en el fondo como en la forma. Se trata, por tanto, de una lectura exigente, por momentos irritante, frustrante, hermética, pero también sorprendente, jocosa, gozosa y desconcertante, como en última instancia lo es el propio ser humano. Destaca, asimismo, la erudición de Joyce –su formidable caleidoscopio incluye discursos o conversaciones sobre las más diversa materias: artes, ciencia, historia, cultura clásica, negocios, leyes…–, así como su formidable oído para los diálogos, que reproduce con esa ingeniosidad cómplice que a menudo se da en ambientes de camaradería.

Pero más allá de sus logros, lo que a la postre se eleva a ojos del lector es el fresco de una nación en ciernes: Irlanda, en toda su complejidad. No hay un solo elemento que conforme su identidad en el que Joyce no inserte su pluma: la religión católica, sus costumbres, la opresión inglesa, el gaélico, las tabernas, la música, la emigración, el velado antisemitismo; y tampoco un solo escenario emblemático que quede sin visitar: cementerios, prostíbulos, hospitales, bibliotecas, oficinas. Y, por supuesto, las calles de Dublín, reproducidas con la precisión de un relojero en el ir y venir de los personajes.

Durante su lectura uno puede recibir la impresión de no haber entrado en ningún momento por completo en la narración –los capítulos más inteligibles a la postre se acaban revelando espejismos–, como si por deseo expreso de su autor conviniera mantener un pie fuera por si acaso –al menos esa es la experiencia, la impresión recibida por quien esto escribe, como si tras forcejear durante semanas con la novela uno sintiera haber asimilado, con suerte, la décima parte de su contenido–. Sin embargo, el sentimiento de pérdida a medida que se acerca el final resulta en sí mismo muy revelador. Tras acabar de leer Ulises no se pueden albergar ya dudas acerca del significado de lo que se ha dado en denominar "novela total".

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