El Grande Hotel do Porto continúa siendo un gran hotel por dentro y mantiene la ventaja de dar directamente a la calle de Santa Caterina, columna comercial de la ciudad. En la agencia de viajes me habían insistido en reservar otros hoteles más modernos, situados en el extrarradio, con jacuzzi y solárium, pero yo he respondido una y otra vez que no venía a Oporto ni a bañarme ni a tomar el sol.
He quedado con Joao en el Café Majestic y, mientras aparece, doy cuenta de un excelente té negro con unas pastas deliciosas. Joao es ya profesor de universidad, y digo ya porque cuando le conocí, hace unos diez años, acababa de terminar la carrera y presentaba una ponencia sobre Marx en un congreso de filósofos jóvenes. Me pareció tan sorprendente que alguien se ocupara del barbudo revolucionario en las postrimerías del siglo XX que, en la primera ocasión que tuve, me hice el encontradizo, e hicimos buenas migas: como había dicho Michel Foucault, Karl Marx, más allá de las internacionales obreras, era una buena caja de herramientas intelectuales.
En la fiesta final del congreso –de filósofos jóvenes como de cualquier congreso en general– bebimos, fumamos y charlamos hasta quedarnos afónicos, sabiendo que al día siguiente nos separaríamos sin saber cuándo o incluso si en algún otro momento nos volveríamos a encontrar. Y sin más, este viaje imprevisto a Oporto se ha convertido en un kairós que había aprovechar.
Pero aquí está ya –otra vez ya– Joao y viene acompañado de una señora bastante impresionante por lo alta y curvilínea –que, sin duda alguna, es brasileña–. Tras los besos (a ella) y abrazos (a él) de rigor, me proponen dar un paseo hasta la Ribeira y tomar allí uno de los barcos que hacen el recorrido por el Duoro.
Mientras bajamos por las intrincadas calles de la parte vieja, Joao se lamenta de la situación económica de Portugal, inducida, dice, por los grandes bancos internacionales, y que ha hipotecado a millones de conciudadanos. “Nuestra única esperanza”, señala, “es Brasil, porque de la Comunidad Europea sólo nos llegan más palos para las ruedas”. Fátima, su compañera, asiente apretándole la mano.
Llegamos a la Praça de la Ribeira y nos sentamos en una terraza a la espera del próximo crucero. Es una plaza cuadrada, abierta al río, con un aire entre pescador y turístico. Joao sugiere un vinho suave, que más fuertes, dice, ya los probaremos otro día en Vila Nova.
El barco llega pronto y comenzamos una agradable ruta que nos lleva lentamente desde el Ponte de Luiz I hasta el de María Pía. Joao no comenta nada durante el trayecto y simplemente comparte su sonrisa con Fátima y conmigo. Luego, como sabe que soy buen comedor, me invitan a un bacalhau riquísimo en el A Grade.
Después de comer, Fátima se va porque tiene clase –ella también es profesora– y nosotros nos perdemos entre librerías, siguiendo nuestras intempestivas costumbres. Visitamos ritualmente, para volver a verla, la de Lello e Irmao, pero hemos sacado más provecho en la Livraia Latina, donde he encontrado unos textos filosóficos de Pessoa de lo más sugerentes.