Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik
La experiencia del terror y el dolor del destierro dejaron una profunda huella en su alma. No se negó a seguir escribiendo, pero procuró apartarse de la vida mundana que distinguía y, hasta cierto punto, consagraba a los poetas. Desdeñó los recitales, los concursos, la participación en antologías y toda actividad en la que comprometiera su poesía. Que ocasionalmente diera a conocer algunos poemas en revistas casi desconocidas, no alteraba para nada su propósito de aislamiento para preservar la pureza de su creación poética.
El primer libro que autorizó publicar fue a unos editores que lo convencieron de que su apoyo era inestimable para su pequeña editorial. Pudo haberse negado, pero no lo hizo. Este fue el primer gesto de vanidad que se permitió con la convicción de que era tan pequeño que no tendría que arrepentirse el día de mañana. No fue así.
Tras la publicación del libro, la crítica y la mayoría de los colegas siguieron ignorándolo. No sucedió lo mismo con los lectores que, poco a poco, empezaron a reconocer en su escritura algo que lo distinguía del resto. Algunos sostenían que era la disposición de sus versos y otros una especie de música que trascendía el sonido y la significación de las palabras. También tuvo lectores que leían sus poemas para denostarlo acusándolo de artificioso y de «despreciar los dramas humanos». Pero, tanto unos como otros, iban contribuyendo a una fama subterránea que, él lo sospechó, con el tiempo acabaría por salir a la superficie.
Ante los primeros síntomas de que su vida particular estaba siendo invadida, rompió con sus editores, no atendió a las revistas literarias que le pedían poemas y tampoco quiso tener contacto con sus lectores. Abandonó la ciudad junto a su familia y se instaló en una casita en el campo, no lejos de la cual construyó una cabaña de un ambiente para leer y escribir apartado del ajetreo familiar. «El bunker del poeta», lo bautizó irónicamente su esposa, porque nadie podía entrar a la cabaña. Aunque si a alguien se le hubiera ocurrido hacerlo, no hubiese podido pues publicaba sus poemas arrojando al suelo las bolas de papel donde los escribía.
Si hasta ahora no he dado su nombre ni tampoco sus iniciales es por respeto a su voluntad. Aborrecía que su yo fuese vinculado a su poesía. «El lector no necesita mi biografía; el lector necesita ser libre para leer e imaginar». En cierta oportunidad cuando un vecino, con el cual solía beber unas cervezas en el bar del pueblo, le comentó que se había enterado de que era poeta, él reconoció que lo era, pero que su poesía aún «es imperfecta y necesita de la imaginación de los lectores para volar». Estaba convencido de que la poesía, si bien nacía del yo del poeta debía crecer e independizarse de él para alcanzar las notas que la harían sublime. Esas notas universales que revelan a los seres humanos el don de la sabiduría. Para lograr este propósito, la obligación del poeta es escribir diluyendo su yo y elevarse muy por encima de sus contingencias. Se refería al trato y la consideración sociales que corrompen al artista convirtiéndolo en un ser petulante, vanidoso y ególatra que acaba usurpando el mayor o menor valor que pudiera tener su obra. «La poesía debe publicarse cuando el poeta ya no exista», le dijo.
Encerrado en su bunker creyó que nadie sabría de él y que podría dedicarse plenamente a su búsqueda. Sin embargo, es difícil controlar el destino. Uno de sus nietos, un chico de once años, un día aprovechó su ausencia para entrar en la cabaña y descubrir en su interior la montaña de papeles arrugados. Sintió el impulso de leerlos allí mismo, pero ante el temor de ser sorprendido, se metió varias hojas en el bolsillo y salió corriendo de la cabaña. Quizás porque no podía evitar sentirse un ladrón, se internó en el bosque y, cuando creyó haber llegado a un lugar recóndito, se sentó apoyándose en el tronco de un roble. Durante un buen rato tuvo entre sus manos aquellas bolas de papel y al cabo las dejó en el suelo húmedo, entre hierbajos, hongos y hojas secas. Con delicadeza las alisó y después leyó. Una vez. Dos. Tres…Era tan sencilla la lectura que en un primer momento pensó que lo comprendía todo, pero sabía que no era así y quiso saberlo. Al otro día, mostró a la maestra los poemas que su abuelo arrojaba al suelo de la cabaña y ésta tuvo la misma reacción que había tenido él. Le preguntó si había más escritos de ésos y empezó a llevarle las hojas de papel que robaba de la cabaña, alisaba y leía en el bosque. Como el chico, la maestra quiso saber qué más se escondía detrás de la escritura de aquellos versos tan sencillos y, llevándole varios de ellos, consultó a un profesor de literatura.
Algo más de dos años después de aquella travesura, la mujer del poeta atendió el teléfono y, tras un momento de pasmo, ahogó un grito. El Ministro de Cultura en persona quería hablar con su esposo «por un asunto de gran relevancia». Pero él no quiso atenderlo y fue ella quien recibió la noticia de que el Gobierno y las máximas autoridades académicas del país le habían concedido el galardón nacional de las letras. Todos saltaron de alegría y se dispusieron a festejar, pero él se retiró a la cabaña. Desde fuera, lo oyeron vomitar y gemir y, temiendo por su salud, forzaron la puerta. Lo hallaron sentado entre centenares de bolas de papel. Los miró y cada uno interpretó el latido de una dolorosa pregunta. Sin saber por qué todos se sintieron aludidos, pero él ya sabía quién era el intruso que leía en secreto sus poemas. Lo supo desde el día en que su nieto más querido empezó a dejarle pequeños papelitos con versos que eran preguntas bajo su plato de comida. Entonces no le importó, pero ahora veía que, por esa grieta sentimental, su intimidad había sido violada. Quizás aturdido por este hecho se resignó a la derrota personal y aceptó acudir al acto de entrega de la distinción. Lo hizo consciente de ceder a la vanidad, a la imposibilidad, esa fue la palabra que se dijo, de salvaguardar su obra del ego. Al dar su aprobación vio la felicidad contenida en los rostros familiares y pensó en esa masa anónima de lectores fieles a la que también haría feliz. Pero en los términos de la rendición no entraba conceder entrevistas a los medios de comunicación ni exponerse a los objetivos fotográficos y de las cámaras de televisión.
Llegado el día se presentó en el paraninfo universitario rodeado de una gran expectación. En la fastuosa tarima, ornada con banderas y escudos, se hallaban sentadas las autoridades gubernamentales y las académicas, éstas con sus togas y birretes. El ministro, el rector y un académico de la lengua desfilaron por el estrado poniendo de relieve la obra y la personalidad del poeta. El público escuchaba los discursos con embobada admiración y cierta ansiedad por oír lo que él diría. El momento llegó cuando un secretario, con la pompa que requería la ceremonia, anunció su discurso. Levantándose con lentitud subió a la tarima, saludó con una inclinación de cabeza a las autoridades, y luego, ya en el estrado, sacó las hojas escritas para la ocasión. Alzó la vista y, desde la altura donde se hallaba, miró a su mujer, sus hijos y sus nietos sentados en la primera fila, detrás de ellos a algunos amigos y vecinos y, más atrás a sus lectores. Todos los rostros le expresaban simpatía y solidaridad con el éxito que lo coronaba. Entonces se dio cuenta del error que estaba a punto de cometer y guardó las hojas que iba leer. Un murmullo de sorpresa corrió por la sala y un bisbiseo desconcertado entre las autoridades que, hieráticas, clavaron sus ojos en él. «Gracias, muchas gracias por este galardón –hizo una pausa cargada de sentido-, pero no puedo aceptarlo». Bajó del estrado y alguien intentó un aplauso, que se perdió tragado por la densidad del silencio. En la platea muchos parecían preguntarse qué había pasado mientras en el aire se respiraba la oscura ofuscación del orgullo herido de las autoridades. Él miró los rostros llorosos de su familia y los decepcionados de «sus lectores» y comprendió que nadie lo acompañaba en su decisión.
Regresó solo a su casa en el campo y se encerró en la cabaña ante cuya puerta su nieto tomó la costumbre de sentarse a leer y escribir. Desde allí le oía murmurar y llorar con frecuencia, pero no cambiaba su decisión. Así pasaron muchos años hasta que al atardecer de un día de verano, el viejo salió y se sentó junto al muchacho, que le cogió la mano y siguió leyendo en silencio.