Espacio Luke

Luke nº 144 - Noviembre - Diciembre 2012. ISSN: 1578-8644

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En las distancias cortas. Mascotario (XV)

Kerman Arzalluz

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De cómo haciendo footing... (3ª Parte)

Nos adentramos con potente zancada en el Paseo Nuevo, decididos a imprimir chispa y firmeza a nuestro retroceder. Finalmente cubrimos los dos mil metros que serpentean hasta el Aquarium en algo más de tiempo que el esperado porque Juan cae en dos ocasiones más y yo en otras tres. Los daños propios no son irreparables, pero sí tememos por el estado de una enjuta jubilada que Juan ha aplastado contra el asfalto. La pobre señora sangraba abundantemente por la nariz y parecía haber perdido el norte. Su precioso chándal blanco Adidas, el de salir a andar los fines de semana, había quedado hecho un asco, con profusión de rojo parduzco en la pechera y un hombro y jaspeado de bermellón en refrescantes asimetrías.

Decidimos descender el tramo de escaleras que salvan el desnivel entre la Plaza Jacques Cousteau y el puerto caminando con suavidad y agarrados a la barandilla. No en vano, la sesión estaba resultando especialmente accidentada y aún estábamos consternados por la espectacularidad del atropello con aplastamiento de la anciana.

El bamboleo de las embarcaciones de recreo era una prueba más de la bravura del Cantábrico en las postrimerías del verano. El día era frío y soleado, de esos que se dicen “sanos”, pero el tintineo de los mástiles de los veleros ponía a la mañana su especial contrapunto con una banda sonora un tanto desangelada. Retrocedimos con menos garbo de lo habitual por el empedrado koxkero hasta doblar la cofradía de pescadores y enfilar con un poco más de fuste en dirección a ese barco varado de tripulación veterana y burguesa llamado Real Club Náutico.

En época de mareas vivas, la playa de la Concha no existe, es como si Copperfield hubiera hecho una de las suyas. Las olas chocan con brío contra el paseo a la altura de los jardines de Alderdi Eder y, ya rotas, continúan su recorrido junto al muro. En su parte más baja lo superan y se encaraman a la baranda para perderse en los voladizos, procurando el allanamiento de los clubes deportivos, discotecas y spas que ocupan los bajos de la señora bahía.

El suelo está mojado, los paseantes que vamos dejando adelante hablan sin mirarse porque están atentos a la posible aparición repentina de una cortina de agua.

La abuela aplastada por Juan tenía la cara y el pelo húmedos y su compañera Paquita también presentaba señales de haber sido alcanzada por el mar. Juan tenía el rostro cubierto de una abundante viruela de agua y sobre su pelo tupido una pátina de escarcha que no había conseguido adentrarse brillaba auspiciada por el sol.

Las heridas me escocían una barbaridad, mucho más de lo habitual, como si estuvieran empapadas y rabiosas, como si transportaran la furia del mar de septiembre, una furia inteligente, llena de vida, modulada conscientemente. ¡Qué picor, por el amor de Dios! ¡Parece alcohol!, el alcohol que al entrar en contacto con una herida la convierte en una baba espumosa y desagradable.

Vi que Juan realizaba gestos de desagrado, que torcía el gesto, que palpaba y hurgaba, pareciendo buscar una respuesta en cada herida empapada, un porqué en cada rincón mojado de su anatomía.

El caso es que cada zona húmeda parecía dominada por una mezcla de dolor de mordedura, de sarpullido acuoso, de prurito insidioso.

En nuestro acercamiento hacia el túnel de Ondarreta pudimos contemplar una furgoneta de reparto empotrada contra el Eguzki, una repugnante pelea de perros y luego de dueños de perros y a un tipo con la definición de pánico estampada en su rostro, huyendo hacia adelante de una caterva de cursillistas de piragüismo en dirección al Pico del Loro.

Todo aquello era extrañísimo y merecía un momento de reflexión a lo largo del paseo de Ondarreta, cerca ya de nuestra meta en los Peines del Viento.

corredor