De cómo haciendo footing serví de cebo a un arrantzale de San Pedro que pescó una pieza única con sorpresa interior (II)
Nos internamos en Pasajes de San Pedro a un ritmo que nos permitía continuar la cadencia de la charla y recuperarnos de los golpes y las heridas de nuestras innumerables caídas –es lo que tiene ir contra corriente y ser retrocededores o gobackers–.
Vimos un aitona acercándose en un txintxorro hasta su embarcación y nos dio envidia porque la soledad y la calma en la mar son más soledad y más calma que en ninguna otra parte.
Terminamos la recta del puerto y giramos hacia la zona más encantadora de San Pedro, donde está el embarcadero de la motora que se mueve todo el día como una pelota de ping pong entre San Pedro y San Juan.
– Quedó maja esta plazoleta –le dije a Juan, y él asintió con el gesto, separándose de mí para acercarse al urinario público.
– La verdad es que sí. Fíjate en la casa nueva esta que han hecho. Para un sanpedrotarra debe de ser lo más vivir aquí –me contestó al regresar.
– Además, las vistas son inmejorables –rubriqué yo, que tengo familia y querencia por San Juan.
Riendo nuevamente empezamos a correr hacia el final de San Pedro, en alegre retroceso, dejando adelante las instalaciones del club de remo del pueblo, en las que bullía la actividad y los seniors se preparaban para sacar su trainera –La Libia– al agua.
La carretera de asfalto se estrecha en este tramo y luego serpentea ligeramente entre la pared del monte Ulía y algunas naves industriales. Finalmente desemboca en un remodelado espacio abierto lleno de bancos, coqueto y agradable para los paseantes y los pescadores. El día fresco y sano se sumaba a lo que debían de ser unas buenas condiciones, pues eran muchos los arrantzales que iban apareciendo ante nuestra mirada a medida que retrocedíamos junto al perímetro costero.
Me produjo un curioso placer la variedad de sensaciones que sentí recorriendo la recta: la visión de las cañas erguidas rasgando el aire, el sonido de alguna pieza capturada sacudiéndose en el interior del cesto de mimbre, el olor duro a sal de las cabezas de sardina que se usan como cebo. Todo fue quedando adelante en nuestro retroceso.
Aceleramos un poco más, animados por la intuición de una inminente llegada. Íbamos tan volcados en el sprint y tan de espaldas, que no nos percatamos de que uno de los pescadores había echado su caña hacia atrás y el cordón de pita con su pequeño garfio en el extremo se interponía en nuestra trayectoria. Llegamos hasta su posición en el momento en que el arrantzale lanzaba el bambú hacia delante con un movimiento rápido y seco al objeto de que el anzuelo alcanzara una posición lejana en la bocana. No sentí dolor en el momento, pero sí una dentera enorme, como cuando me rompí la nariz y en la cura salió limpiamente el tapón de algodón que asomaba por la fosa y el resto, en cambio, bien intrincado hasta el tímpano, fue arrastrándose con su sangre reseca por el interior de mi cabeza provocándome una náusea profunda.
El globo ocular salió de forma limpia, entero, y arrastró en su vuelo el faldón de nervio óptico.
Fue sumergirse la medusa de humor acuoso con sus flecos colgando y armarse en el agua el mismo revuelo que cuando alguien tira un trozo de pan a los acomodados corcones del puerto.
Todos los presentes nos preguntamos qué diablos habría ahí abajo. La incertidumbre circulaba febril en el ambiente. No en vano, días atrás habían sacado un fiambre enfangado no muy lejos de allí…
(Continuará)