"Para los libros de Paul Auster, Jack Kerouac, William Burroughs y Jim Carroll, por favor pedir en el mostrador", rezaba, bien visible, un cartel junto a la entrada en St. Mark's Bookshop, célebre librería de larga tradición contracultural en el Village neoyorquino. Desde entonces me preguntaba quién sería ese tal Carroll que completaba la nómina de autores demandados por los partidarios del gratis total en la era previa a internet. Hasta que el otro día me hice con una obra suya.
Anotaciones obligatorias: Nueva York, 1971-1973 (Forced Entries: The Downtown Diaries: 1971-1973) es la secuela literaria de The Basketball Diaries, libro de culto que sería llevado a la pantalla con un joven Leonardo DiCaprio como protagonista. Crónica autobiográfica de una adicción, de una crisis personal –caída, si bien engañosa por efecto de la droga, hasta sentir la proximidad del abismo, la consiguiente toma de conciencia y a continuación la precaria recuperación–, de una actitud consecuente siempre en el filo, siempre al límite.
Una libre adaptación del clásico Yonqui trasladada al decadente Nueva York de los primeros años setenta –uno de los momentos estelares que Carroll describe es su encuentro precisamente con William Burroughs en una fiesta, un momento memorable debido quizá a su absoluta falta de trascendencia–, a caballo entre la sordidez y el glamour en una ciudad disoluta entregada a toda clase de excesos y de penurias por parte de un distinguido miembro de la bohemia contracultural.
Carroll despliega todas sus estrategias de superviviente, esas que le permiten salir adelante sin contar con una residencia fija, encadenando alojamientos provisionales y valiéndose de trabajos de poca monta que consigue gracias a sus numerosos contactos. Hablamos del Nueva York del Chelsea Hotel, de la Factory de Andy Warhol, del Max's Kansas City.
En su deambular por el lado salvaje, Carroll elude la tentación del cliché gracias a su cáustico sentido del humor, a su inquebrantable coherencia como toxicómano y a su aguda percepción acerca de la condición humana, que le permite diseccionar con la habilidad de un entomólogo la clase de fauna entre la que se mueve.
Partiendo de una escritura basada en el yo más militante, la novela –en forma de dietario– consigue la paradoja de trasladarte a un lugar y a una época que a muy pocos dejará indiferente y, lo que es más, su autodestructiva vitalidad resulta extrañamente contagiosa.
Hoy me pregunto si el motivo de tener que pedir los libros de Jim Carroll en el mostrador no sería tanto una medida disuasoria contra los amigos de lo ajeno como un requisito ineludible por tratarse de uno de esos libros que invita a ser expedido mostrando la pertinente receta.