Por suerte para todos, abrieron la iglesia casi una hora antes, y no tuvimos que congelarlos sobre los adoquines. Íbamos avanzando lentamente hacia la entrada. Nadie hablaba ya, hubiera sido casi irreverente. Avanzábamos en silencio, entre los demás. A la puerta de la iglesia la gente se quitaba los gorros, sacaba las flores de sus envoltorios para no hacer ruido dentro. Al asomarme vi el ataúd al fondo de la nave, en una tarima elevada, sobre la que ya había una montaña de flores del día anterior. Recorrí con la mirada las paredes, había restos de pinturas góticas restauradas, y una placa conmemorativa donde se agradecía el apoyo financiero de Václav Havel y su segunda esposa Dagmar en la reconstrucción de la iglesia. Según nos acercábamos me fui poniendo nerviosa. ¿Y si me tropiezo al subir las escaleras de la tarima? ¿Cuánto tiempo hay que detenerse ante al ataúd? ¿Dónde dejo la flor? Me dediqué a observar lo que hacían los demás. Era curioso. Algunos se quitaban las mochilas del hombro; otros no. Algunos depositaban flores; otros no. Algunos se arrodillaban, o hacían una genuflexión; otros se quedaban de pie. Algunos se santiguaban, otros juntaban sus manos… ¿Cómo se presentan respetos a un muerto de tanta categoría? Cuando me llegó el turno no me tropecé en las escaleras, ni me importó más lo que debía o no debía hacer. Avancé unos pasos, le dejé mi flor, entre tantas otras y me quedé unos segundos mirando el ataúd. Pensé que dentro yacía el cuerpo de un gran hombre, que había hecho mucho, y que ya merecía descansar. Y también supe, por qué exactamente estaba agradecida a Havel: por haber existido, y por haber sido como fue, una especie de soñador que creía que “para barrer el mundo había que empezar barriendo tu propia casa”. Cuando llegué al libro de condolencias, con las manos ateridas, apenas pude garabatear este pensamiento. Después salí afuera junto a mi amiga. La cola ya se extendía hasta la Plaza de Belén. Había sido emotivo, las dos estábamos emocionadas por haber formado parte de esa especie de nirvana colectivo, de esa despedida espontánea y a la vez multitudinaria, silenciosa y digna, que se reserva sólo a los más grandes.
Aquel día desfilaron miles de personas por la iglesia, igual que mi amiga y yo. Probablemente todas escribieron la palabra “gracias‘’ en los libros. Muchas otras dejaron velas y flores en su memoria a los pies de la estatua ecuestre de San Wenceslao o en la Avenida Nacional. Al día siguiente otras miles acompañaron a pie el ataúd, en su camino desde la iglesia de Santa Ana hasta el Castillo de Praga. ¿Estaría la señora de la floristería entre ellas? ¿Habría encontrado una rosa blanca que regalar por fin a su presidente?
Tras el luto oficial, todas las flores y coronas que se depositaron ante el ataúd de Havel se colocaron en una barcaza en el río Moldava. Navegaron desde Praga hasta Děčín, donde fueron arrojadas al agua y quedaron flotando a merced de la corriente. Algunas tal vez desembocaran en el Elba, otras quizá llegaran hasta Alemania. ¿Dónde se quedaría mi gerbera? Ahora, con la cera de las velas de los santuarios públicos se está haciendo una escultura en forma de corazón, como ese que decoraba la firma de Václav Havel. Que en paz descanses.