Mascotario
Es raro reseñar libros póstumos cuyos autores no eligieron publicarlos. A uno le parece que está solo en la casa de un amigo, curioseando en sus armarios. Da pudor. Uno no quiere toparse con algo que vaya a decepcionarle, a modificar la buena imagen que tiene de su amigo. De todas formas, incluso el hecho de encontrar algún esqueleto escondido debería reforzar lo que se siente: a los amigos se les quiere a las duras y a las maduras. Además, creo que no está mal desmitificar estas cosas. Los autores, por importantes que sean, no deberían serlo tanto como para mantener intactos todos sus papeles como si fueran reliquias de santo. Al fin y al cabo, cuando llega la mala hora siempre hay alguien que trastea entre nuestras cosas, ya sean manuscritos, joyas de la abuela o calcetines desparejados. No sé por qué los escritores deberían ser una excepción (aunque confieso que lo de las cartas de amor de Juan Rulfo aún no he conseguido entenderlo. Pero déjadme tiempo).
Con este inicio, debéis estar pensando que Mientras los mortales duermen, este volumen de cuentos de Kurt Vonnegut, no vale la pena. Para nada es así. No me parecen geniales, tal vez muchos de ellos no sean redondos, pero hay que tener en cuenta que fueron escritos por un Vonnegut joven, en plena búsqueda. Todavía no maneja con un pulso firme, como más tarde haría, la diferencia entre ser lúcido y hacer libros lúcidos. Es decir, la diferencia entre tener cosas sabias que decir al resto de la humanidad (algo que parece propio de Vonnegut casi por defecto, como un rasgo de su carácter) y ponerlas por escrito. Todavía no se había lanzado a hablar sobre sus experiencias en la guerra, seguramente porque era demasiado pronto como para haberlas digerido siquiera como persona. Aparecen a veces demasiado claramente expuestas las moralejas. Su mejor tono moral, presente de un modo más sutil, sarcástico y punzante en sus novelas, todavía está por pulir. También puede tener que ver con que muchos de los cuentos eran encargos para revistas, y Vonnegut se tiene que adecuar a determinado perfil de lectores. En suma, no es tan profundo. Al perfilar caricaturas de la América de su tiempo –el empresario avaro, el loser o fracasado, el triunfador frívolo y espiritualmente vacío, el representante de ventas friqui– su crítica puede quedar a veces un poco corta, como de francotirador perdido en rencillas, en disputas personales. Un pelín moralista.
A pesar de todo esto, varios de los cuentos del libro y todas sus ilustraciones (hechas por el propio autor, entrañables) valen mucho la pena. Contienen chispazos que por sí solos justifican más que de sobras la lectura. Reconozco al amigo. Al fin y al cabo, es Vonnegut. La sociedad de la que habla, los Estados Unidos de después de la II Guerra Mundial (ilustrada con más sobriedad en la magnífica película Revolutionary Road), le ofrece muchas oportunidades de inspirarse. Le basta abrir los ojos para tener un cuento. En “Jenny”, la pieza más típicamente Vonnegut de todas, un representante industrial recibe un mensaje de su ex mujer, que está agonizando y quiere despedirse de él. Él lleva años recorriendo el país en coche con Jenny, una novia-frigorífico –reclamo publicitario para su empresa– que diseñó él mismo, que habla y que se mueve. El cuento es hilarante, pero también da escalofríos: nos advierte contra el autosabotaje, contra las corazas de soledad con las que a veces nos protegemos. Hay un cinismo divertidísimo en el cuento “Al mando”, en el que una señora mayor bombardea la maqueta de trenes de su hijo, un empresario cuarentón que descuida a su mujer y se pasa la vida en el sótano jugando con sus trenecitos. Muchos cuentos se basan en la descripción del paisaje humano que queda tras la rápida acumulación de un exceso de dinero o, mejor dicho, tras la posibilidad real y demostrada de acumularlo. En “Tango” se habla de la soledad de los muy ricos: es una parábola sobre un lugar tan elitista y tan blindado a cualquier posibilidad de pobreza material, que no permite tampoco la aparición de felicidad alguna. Un chico joven aprende a bailar tango, y esa simple habilidad, esa grieta a la alegría, resquebraja totalmente su percepción del mundo. En “La epizootia”, Vonnegut aprovecha algo que me extraña no haber visto más a menudo explotado en la ficción, como son los seguros de vida: esa quintaesencia del capitalismo, entre surreal y mórbida, que consiste en no vender nada, en ganar dinero directamente –no vía publicidad– a través de dos emociones básicas, el miedo y/o la avaricia. A los artistas con problemas de dinero (por defecto o por exceso), les interesará "10.000 dólares al año, fáciles", donde un supuestamente prometedor cantante de ópera se pasa a la venta de rosquillas y se hace millonario con ellas.
Total, que Vonnegut y sus libros siguen siendo mis amigos a pesar de haber curioseado en sus cajones. Eso no significa que yo hubiera decidido publicar los manuscritos que se encontraban en ellos si eso hubiera estado en mi mano. Ojalá jamás tenga que decidir en mi vida nada parecido, dicho sea de paso. Pero eso sí: seguro que los hubiera leído.