Víctor Laz cargó a la espalda la mochila con el bocadillo y el agua, recogió la bicicleta y salió de su casa. Echó doble llave y llamó al ascensor. Mientras lo esperaba miró su reloj y comprobó que eran las 7,45. La misma hora en que salía de su casa todos los días para ir a trabajar a las oficinas de la compañía del agua situada en el extremo opuesto de la ciudad. En el ascensor saludó a la pareja del quinto y se disculpó, como siempre, por cargar con la bicicleta que, aunque plegada, ocupaba bastante lugar. Se rió para sí pensando en que siempre hacía lo mismo y que su cuerpo y su comportamiento parecían responder sólo a los estímulos de la rutina. Sin embargo, Víctor Laz ignoraba que aquel bonito día de primavera sería distinto para él.
Todo empezó dos calles más adelante cuando un motorista invadió el carril bici y lo embistió. Se vio volando y recordó que unos meses atrás había leído un libro de judo que, con unos dibujos muy explícitos, enseñaba a caer sin hacerse daño. En el aire, metió su cabeza entre los brazos, se hizo un ovillo, como cuando estaba en el vientre de su madre antes de nacer, y esperó el golpe. Cuando éste al fin se produjo lo desconcertó. Esperaba un fuerte impacto y el ruido sordo de su cuerpo, pero en lugar de eso hubo como un breve estallido de luz y nada más. Enseguida vio un montón de personas asomadas sobre él como a la boca de un pozo y sus voces que le llegaban lejanas. Estaba aturdido, pero consciente. Se tocó el cuerpo y vio que no estaba lastimado. Le molestó que las botellas se hubiesen roto y el agua vertida estropeado el bocadillo en la mochila. Unos minutos más tarde oyó la sirena de una ambulancia que se acercaba y alguien que decía que el motorista había huido. Esto lo puso de mal humor y se incorporó. La bicicleta inservible había ido a parar a un parterre y la gente le decía tantas cosas al mismo tiempo que no lograba entender ninguna. Miró el reloj y eran las 8,05. Pensó que si no quería llegar tarde lo mejor era irse y no seguir perdiendo tiempo. Recogió la mochila y se marchó dejando atrás al corrillo de curiosos que lo señalaban a él, a la bicicleta rota y al lugar por donde había escapado el motorista.
Unas calles más adelante, Víctor Laz se detuvo. Estaba frente a la vivienda de sus padres. Al verse magullado y sucio decidió cambiarse de ropa. Prefirió las escaleras al ascensor y llamó a la puerta. Enseguida su padre le abrió adormilado, sacó su cabeza al pasillo, miró a un lado y otro y lo dejó pasar sin decirle nada.
¿Quién es?, preguntó su madre desde la sala.
Yo... por favor mamá, hazme un bocadillo que tengo prisa.
Víctor Laz se lavó, cambió de ropa, pero su madre no le había hecho el bocadillo. Abrió la nevera. Sólo había dos botellines de agua. Se despidió desde la puerta y la cerró antes de oír sus voces.
En la calle lo sorprendió un calor sofocante y húmedo que hacía que se le pegara la ropa en el cuerpo. En el cielo vio unos oscuros nubarrones y no había caminado cuatro calles cuando empezó a llover repentina y torrencialmente. Se guareció en un portal y, desde allí, mientras esperaba que pasara la lluvia, se entretuvo viendo cómo la gente, cubriéndose la cabeza con diarios o bolsos, corría abandonando las terrazas de los bares que, enseguida, quedaron vacías. Las mesas y las sombrillas parecían extraños esqueletos que se reflejaban difusos sobre las veredas mojadas, como las luces de los coches en el asfalto oscuro sobre el cual flotaba una bruma rasa.
Tan repentina como había empezado, la lluvia cesó. El sol volvía a ser intenso y se le ocurrió que si atravesaba el parque el camino sería un poco más largo, pero disfrutaría de la sombra de los árboles. Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde para cruzar la avenida recordó que no había llamado a su jefe para avisarle que llegaría tarde a causa del accidente. Buscó su teléfono, pero no lo llevaba. Probablemente se le había caído. Tampoco llevaba dinero encima para llamar desde una cabina. Coches, autobuses, motos y toda clase de vehículos seguían pasando a gran velocidad en una dirección y otra sin que el semáforo diera paso a los peatones que ya se amontonaban impacientes en los extremos del paso de cebra. Cuando ya parecía que la presión acabaría por arrojarlo a la calzada, los coches se detuvieron y los transeúntes pasaron a un lado y otro entrechocándose ensimismados y ausentes.
Apenas hubo cruzado la avenida, el rostro de Víctor Laz se iluminó. Acababa de darse cuenta que podía llamar desde la casa de su novia, que vivía muy cerca de allí, camino del parque. Apresuró el paso entre el gentío y las bicicletas que circulaban por un carril que a veces se encajonaba entre las paradas de autobuses y los quioscos de prensa, donde la gente se detenía a comprar el diario o a ojear las portadas. Las hojas caídas tempranamente de los plataneros parecían plastificadas en la superficie de las veredas. Víctor caminó a paso rápido y un par de calles más adelante se adentró en un pasaje. La vivienda de su novia estaba en un quinto piso y, también aquí, decidió subir por las escaleras. Llegó acezando y tocó el timbre. Lo hizo varias veces antes de que su novia, vestida con una camisa de hombre y comiendo una tostada, le abriera. La incredulidad lo descompuso al oír una voz masculina conocida preguntando quién era, y una súbita náusea lo arqueó sobre su estómago cuando ella lo miró y, sacudiendo con disgusto la cabeza, le cerró la puerta.
Se adentró en el parque cubierto por una gruesa alfombra de hojas secas que crujían como un enjambre de insectos bajo sus pies. Tenía sed y empezaba a sentir frío cuando llegó a la oficina. Ante el control de entrada buscó en sus bolsillos la tarjeta de identificación y no la encontró. Era inútil decirles nada a los vigilantes, porque no lo dejarían entrar. Esperó un rato para ver si pasaba alguien conocido para que avisara a su jefe, pero no tuvo suerte. En su casa tenía una copia de la tarjeta para el caso de que extraviara la original, pero ya era tarde. Había perdido la jornada y se resignó a dar explicaciones al día siguiente.
Víctor Laz emprendió el regreso. Se sentía cansado y anochecía cuando llegó a las inmediaciones de su casa. Al cruzar la calle donde había tenido el accidente esa mañana vio los hierros retorcidos de la bicicleta y, en el bordillo de la acera, una mancha oscura que desaparecía bajo la nieve, que había empezado a caer y ante cuya blancura se sintió desorientado.