De la extensa producción de Valle-Inclán no solemos recordar La lámpara maravillosa. Se trata de un libro tan poco citado en las escuelas como leído en las facultades, y al que algunos artistas de hoy día prestan, sospecho, menos importancia de la que se merece.
Fue publicado en 1922, cuando el autor contaba cuarenta y seis años. En la edición de Austral apenas ocupa, descontados glosario e introducción, unas ciento diez páginas de letra grandecita. Pero el barbudo gallego resumió en su prosa musical y modernista ideas sobre el arte, la poesía y la espiritualidad que se remontan a los tiempos primordiales.
Imposible descomponer en este cuarderno su contenido. Como en todo ensayo poético hay que adentrarse en la selva de su lectura para apreciar la indisoluble unidad de fondo y forma, de ética y estética, que contiene. Dejarse llevar por la música secreta de sus palabras. Hay quien lo calificó de “digresión artificiosa” o quien lo descartó por decidir que había envejecido. Valle-Inclán subtituló la obra “ejercicios espirituales”, no sé si para reírse de san Ignacio o para rendirle homenaje. Yo sigo releyendo en noches perdidas sus fragmentos y preguntándome si don Ramón iba en serio o estaba de broma, si con este librito se reveló como un profundo poeta de la verdad o como un impostor (al uso, por ejemplo, de algunos posmodernos copypasters de la autoayuda). Pero mientras me pregunto y me pregunto, continúan admirándome frases como ésta: “El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no sastisfacerse nunca”.