Dos hombres y un niño cayeron al mar. Oumar les vio alzar sus brazos y luego hundirse en la oscuridad. Decenas de ojos vieron lo mismo que él y, como luciérnagas desorientadas, se buscaron entre sí en un inútil gesto de mutua protección. Las estrellas son ventanas por donde las almas alcanzan el Paraíso, le había dicho su padre. Pero si en esos momentos Oumar hubiera podido pensar, habría pensado que Alá las había puesto demasiado lejos para los bambara. Tan lejos como, ahora, cuando la mandíbula de una ola se rompía encima de la barca dejándoles un regusto a sal y sed, se hallaba él de la ciudad de las promesas.
Hacia el amanecer, las corvas del agua se estiraban perezosas y una mujer acallaba con su pecho el llanto de su hijo. Durante unos minutos, la débil succión del niño pareció adormecerse con el sonido de la proa abriendo el agua. Ante el mar aplacado por el sol, Oumar cerró los ojos y bajo los párpados no vio diferencia entre ese día y un día de verano en la aldea. Pero él sabía que las escamas de luz del río no eran iguales a las especulaciones del mar.
Con dificultad libró su cuerpo de los otros cuerpos que lo rodeaban y se puso en pie. La brisa caliente le secó el sudor de la piel y el reflejo le impidió ver más allá de esa frontera tras la cual las aguas parecían caer a un abismo que él sabía inexistente y aun así lo llenaba de temor. Trató de humedecer sus labios agrietados y sólo consiguió que la sal los incendiara. De pie, desde su estatura, Oumar contempló con un sentimiento fraternal la apretada masa humana de la que era parte y cuyo corazón parecía latir al unísono con el suyo. Como peces capturados, se dijo. Resistir al mar y llegar a cualquier playa situada en el antepecho de alguna ciudad. Entrar en ella, recorrer sus calles y entregarse a los dioses de la prosperidad era la meta. La suya, como hijo primogénito, era mandar dinero para el sustento familiar.
El mar se mecía oscuro e indiferente a la violencia de la luz del mediodía. El continuo zigzag de los cardúmenes; la aparición de peces voladores que exhibían su habilidad y volvían a sumergirse, y de delfines que se acercaban al barco como esperando que los hombres jugaran con ellos eran pequeñas pulsiones de la naturaleza del mar. Nadie, sin embargo, prestaba atención a ese espectáculo. El aire reverberaba y la sed provocaba en los navegantes un hormigueo de espejismos. Todos parecían entregados a sus propias visiones, cuando dos tripulantes armados salieron a la cubierta y decenas de manos se alzaron hacia ellos pidiéndoles agua. También Oumar levantó su mano esperando su jarro, pero el hombre que iba a dárselo se detuvo ante la mujer que, como ausente, intentaba meter su pezón en la boca del hijo. El hombre le gritó. El niño hacía horas que estaba muerto o casi muerto y el hombre, insultándola, se lo arrancó de los brazos y lo arrojó al mar. Ella sólo abrió la boca sin emitir ni el más leve sonido. Sus ojos secos interrogaron al hombre y luego miraron hacia el pequeño bulto que, por un momento flotó sobre las aguas y luego, tras un ligero vaivén, empezó a hundirse seguido por un torbellino de minúsculas luces plateadas. Casi enseguida, otro cadáver fue lanzado por la borda y durante un rato, mientras bebía cuatro escasos tragos de agua, Oumar lo vio quedarse atrás como asido a la estela de la embarcación.
Todos sintieron un gran alivio cuando el viento cambió y empezó a llegarles con intermitencias la fina llovizna que provocaba la proa al chocar de frente con las olas. Oumar, sin embargo, cuidó de que esa lluvia no le mojara los labios que otros, para su mal, lamían con desesperación. Se quitó la camiseta para cubrirse la cabeza y la espalda, y se sentó encajado entre dos hombres. No le importó esa forzada inmovilidad. Creía que mientras menos se moviera más probabilidades tenía de llegar y se durmió o creyó dormirse pensando en su familia. Oumar vio a su padre, un viejo griot, narrando y cantando, acompañado de la kora, las viejas historias de su nación, a su madre, a su mujer y a sus hijos cultivando maíz en las tierras magras de la aldea. Se preguntó si resistirían hasta que él empezase a enviarles ayuda. Los hombres del barco le habían dicho que llegarían en un día, pero él ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaban en el mar. Alá no podía abandonarlo. Había gastado hasta el último céntimo para alcanzar la ciudad de las promesas.
Era ya de noche cuando despertó. La piel le ardía como si el sol aún la estuviera lacerando. La mujer que había perdido a su hijo no se había movido de su lugar y. mirando un punto, acaso un lugar, que no estaba en la embarcación, acariciaba con ternura las cabezas de los dos hombres que mamaban de sus pechos. De pronto el barco aminoró la marcha. Oumar se puso de pie con esfuerzo y miró por la borda. A lo lejos creyó ver luces que aparecían y desaparecían detrás de las olas. Pararon las máquinas y el barco fue deteniéndose poco a poco. En el silencio que se hizo oyeron el motor de una lancha que se acercaba velozmente. Oumar pensó que los habían descubierto. Un murmullo de ansiedad recorrió la embarcación en el momento en que los tripulantes armados se asomaron a la cubierta flanqueando al patrón. Lo que dijo fue brutal. Se alzaron algunas voces. Ese no era el trato. Pero el patrón y sus hombres, ignorando las protestas, subieron a la lancha recién llegada y los abandonaron.
Oumar no se desespera. Sólo se dice que Alá no permitirá que los malvados se salgan con la suya. Pero Oumar sabe, por lo que ha vivido en su tierra, que, aunque su fe en Alá sea grande, la justicia es ciega y no puede ver dónde se esconden los malvados. Oumar sabe que si ellos no hacen algo, morirán. Pero qué hacer cuando están sin combustible, al pairo y a la deriva. Sólo cabe esperar que un barco o los guardacostas los encuentren. Y esperan.
Si la primera noche vio como hermanos a esos hombres y mujeres hacinados, ahora, en la desesperanza, los ve y se ve como peces atrapados en una red. Agotado por el balanceo, cierra los ojos, deja que su cabeza se venza sobre el pecho y de pie trata de dormir. Mientras espera el sueño recuerda el día en que su padre lo llevó por primera vez a pescar con los adultos y le enseñó a lanzar la red al río y luego a arrastrarla a la orilla cargada de peces. Decenas de reflejos plateados boqueando y dando coletazos mientras los hombres los echan a cestos de juncos. De pronto recuerda a su tío llegando a la casa con una bolsa donde trae la mano que le habían cortado los tuaregs. El recuerdo aún huele a sangre y carne en descomposición y trata de alejarlo imaginando a su mujer y a sus hijos. Se esfuerza en verlos, pero en la oscuridad sólo los oye respirar.