El verano es un buen momento para leer otra novelilla de Maigret. Mi hermano me consigue tres en la Semana Negra de Gijón. En Maigret, Lognon y los gángsteres, Simenon coloca al comisario francés ante el desafío de atrapar a unos gángsteres ítaloamericanos recién llegados de San Luis. Su fama de profesionales del crimen que no se arredran ante una comisaría repleta de policías ha corrido como la pólvora entre los italianos afincados en París, por lo que el comisario, tras la paliza que el inspector Lognon recibe de uno de los arrogantes criminales, se toma el caso por el lado personal. ¿Cómo que los franceses no podemos luchar contra el crimen organizado como lo hace el FBI? Claro que podemos. Y lo hacemos mejor.
Aunque con menos drama sicológico que otras entregas de la colección, con más acción a la americana (tiroteos incluidos) y menos observación de conductas, la novela se lee, con todo, de un tirón. Y como siempre, la paleta de secundarios es inolvidable, como la histérica y solitaria mujer de Lognon, enclaustrada en el asfixiante piso conyugal por una vaga enfermedad cardíaca; el propio Lognon, un grisáceo policía sin suerte ni autoestima cuya humildad, sea falsa o auténtica, exaspera a Maigret; o las fulanillas interrogadas por el comisario, desde la respondona morena que se acuesta con el estafador Bill Larner hasta la insinuante limpiadora del Hotel de Bretagne, pasando por la ingobernable dueña del Au Bon Vivant.
Me gusta tanto como escribía Simenon, sus diálogos, la lenta corpulencia de Maigret, la lluvia y el frío del otoño parisino, las pipas que se fumaba el protagonista y los calvados que se tomaba para recapacitar sobre el caso, sus constipados… ¡Umm! Habrá que empezar otra.